En tiempos de bonanza, el dinero barato es peligroso. Principalmente porque crea un hábito que, en tiempos de dificultades, es casi imposible corregir. Me refiero al hábito de actuar como si hubiera barra libre monetaria, basado en la creencia de que hay para todos. Y si se corrige es con mucho sufrimiento.
Esta reflexión viene a cuento de lo sucedido con el Silicon Valley Bank (SVB) esta semana. Aunque ya se ha escrito todo lo que se puede escribir acerca del qué, cómo y por qué de la quiebra del SVB, me permito poner en contexto los hechos.
No descubro nada si pongo encima de la mesa el auge tecnológico de los últimos años, especialmente, el de las start up que se han apoyado en el SVB. Este banco vio aumentar sus depósitos a casi el doble, pero también sus activos, casi en la misma medida. Para compensar los activos que entrañaban más riesgo, adquirieron, con la bendición de la Fed, aproximadamente un 40% de bonos del tesoro, a largo plazo y respaldados por hipotecas (los MBS).
Todo fue bien mientras los tipos eran negativos. Pero, entonces, se dio un fenómeno del que, a diferencia de lo que opinan algunos analistas, creo que estábamos todos advertidos. Lo que comenzó siendo una inflación causada por exceso de dinero en el sistema, azuzada por la subida de los precios de la energía, se disparó como resultado del conflicto armado en Ucrania y sus entresijos.
Muchos fuimos denostados, burlados y, algunos, insultados públicamente, en redes sociales, por afirmar que la inflación no era transitoria. Éramos (y somos) los “economistas cenizos” que alarmábamos a la población sin su maravilloso aparato econométrico y sus modelos, que se ajustaban día a día, a medida que la realidad, absolutamente tozuda, les desmentía sus conclusiones. Porque la inflación no era transitoria. Nunca reconocerán que se equivocaron y seguirán agitando la bandera del “no se podía saber”. Como si hiciera falta un modelo para afirmar que el fuego quema.
Muchos fuimos denostados, burlados y, algunos, insultados públicamente, en redes sociales, por afirmar que la inflación no era transitoria. Éramos (y somos) los “economistas cenizos”
El pasado lunes tuve el privilegio de que tres grandes profesionales y comunicadores, Javier González Recuenco, Cristina Carrascosa y Jaime Rodríguez de Santiago, me invitaron a su podcast Nada que ganar. Era inevitable sacar el tema de SVB.
Las dos grandes incógnitas que sobrevolaban se referían a si se trata de otra crisis bancaria inherente al sistema capitalista, por un lado, y a las razones que explican que, de nuevo, se produzcan caídas de bancos que se podrían haber evitado, por otro.
En ambos casos, se trata de cuestiones de gran calado que requerirían más espacio para analizarlos en condiciones. Pero no me resisto a dejar algunas pinceladas.
¿Qué determina que una crisis o un evento sea sistémico? ¿Afectará esta crisis a la economía global, al sistema bancario, en general, como sucedió en la crisis del 2008? ¿Se debe a un problema del propio sistema capitalista? ¿O, como sugería Javier G. Recuenco, es una crisis cuyo detonante apunta a la naturaleza humana, al comportamiento humano en cualquier entorno? Me inclino por la segunda opción. Pero el segundo punto aportará luz a mi apuesta.
¿Se podía haber evitado? Al parecer, los incentivos de la política monetaria y del regulador, como muy bien señalaba el economista Daniel Lacalle, llevó al SVB y a otros bancos, a acumular deuda soberana y activos respaldados por hipotecas.
Como se ha mencionado, era la manera de equilibrar el aumento de pasivo en el balance del banco y, además, de compensar otros activos de mayor riesgo. Lo malo es que se generaba un progresivo desajuste de plazos que ha acabado por estallar en la cara a todos los involucrados.
Como explicaban mis compañeros de podcast, acostumbrar a las startup tecnológicas a disponer de dinero fácil, apoyándose en tipos artificialmente bajos y actuaciones laxas de la Reserva Federal, no fue nada bueno. Sobre todo, porque el mensaje recibido por quienes tenían que haber sido cuidadosos era “No te preocupes: eres demasiado bueno para dejarte caer y, en cualquier caso, alguien va a hacer algo”.
¿Sabían los agentes involucrados qué estaba pasando? Como decía Javier G. Recuenco, las personas que montan una startup y los bancos que las financian conocen lo que pasa, no son estúpidos. Pero el coste de oportunidad de hacer lo que es debido y ser precavido era demasiado alto, comparado con el coste de seguir haciendo lo que estaban haciendo, por más imprudente que fuera, simplemente porque las startup tecnológicas se sentían inmunes.
El impacto es demasiado grande y el riesgo de contagio es difícil de medir
¿Por qué un empresario que lanza una startup tecnológica y acude a un banco, además de estar pendiente de sus labores como tal, tiene que vigilar que el banco en el que confía lo haga bien?, preguntaba Cristina Carrascosa. Es cierto, probablemente, bastante tienen con emprender. Sin embargo, los bancos tenían los incentivos equivocados, como sucedió en 2008. Y siendo así, ¿por qué iban a comportarse de otra manera? Si no hay penalización, aunque sea reputacional, es difícil que los bancos rectifiquen.
Y esto me lleva a la pregunta final que formulaba Jaime Rodríguez de Santiago: ¿y, entonces, qué hacemos? ¿Dejamos caer a los bancos pase lo que pase? ¿Cuál es la solución?
La solución es muy complicada por lo que explicaba al comienzo del artículo: se ha creado un mal hábito sustentado en una falsa creencia. De modo que, ahora, cuando hay problemas, lo “natural” parece ser acudir al rescate para evitar un mal mayor. Sin embargo, eso alimenta el nocivo “too big to fail”. Si, en época de vacas gordas, generas un mal hábito, cuando hay vacas flacas, no pretendas corregirlo.
Pero, ¿se corrige dejando caer un banco o dos? En 2008, Lehman Brothers fue la víctima propiciatoria. ¿Ha servido de algo? No parece. Las razones son otras. Hay componentes no evidentes e intereses creados, probablemente relacionados con la política, que hacen que siga mereciendo la pena seguir avivando el fuego de la liquidez barata.
Por supuesto, esto no te hace muy popular, ni quedas muy bien con todos, ni atraes votos. El coste del optimismo disfrazado de sesudos análisis tiene estas consecuencias. Y ahora, como apunta Daniel Lacalle, el impacto es demasiado grande y el riesgo de contagio es difícil de medir.