El arma más poderosa de Rusia: el hambre
A principios de verano se anunciaba la suspensión del acuerdo entre Rusia y Ucrania para la exportación de grano a través del mar Negro. Muchos fueron los motivos esgrimidos para justificar tamaña decisión, pero detrás solo hay una razón: esto es una guerra.
No es casual que la renegociación de este acuerdo se haya convertido en un objetivo prioritario: de entre todas las acciones llevadas a cabo por Rusia, el estrangulamiento del mercado del cereal es la que mejores réditos le proporciona. En manos de Putin, esta suerte de bloqueo estratégico se ha erigido como un instrumento de presión muy eficiente, no solo porque sacude los mercados europeos con un incremento (casi) explosivo del precio de los alimentos, sino también porque ahoga las exportaciones de grano ucraniano y a su vez le permite ganarse el favor de muchos países (especialmente africanos) proporcionándoles cereales de manera gratuita o, simplemente, asegurándoles el suministro.
A los factores estratégicos derivados de la ruptura del acuerdo, se suman factores internos que frenarán a corto y medio plazo la producción. Rusia se ha ensañado bombardeando la red de silos ucraniana, un país que, además, ha sufrido una más que considerable reducción de su superficie agraria y que ha visto como sus agricultores abandonaban el campo para irse a las trincheras.
Si las estructuras productivas de Ucrania se han debilitado, las sanciones internacionales que pesan sobre Rusia afectan a su industria auxiliar; esto es, a la venta de fertilizantes (Rusia es -o ha venido siendo- el principal exportador mundial), al bloqueo de los seguros de transporte, a la desconexión del Banco Agrícola Ruso del sistema de pago Swift y a las penalizaciones que recaen sobre la maquinaria agrícola. Si bien es cierto que las exportaciones rusas de grano y fertilizantes no están sujetas a estos gravámenes, Moscú alega que los castigos impuestos impactan sobre su capacidad de producción, aunque la ONU insista en que las exportaciones rusas se han recuperado en su práctica totalidad. Una guerra de relatos dentro de una guerra con muertos.
Desde una perspectiva histórica, el empleo del hambre como arma bélica no es nada nuevo. De hecho, al cierre de la Segunda Guerra Mundial, los padres de la nueva Europa consideraron la agricultura como algo fundamental, de ahí que apostaran por una Política Agraria Comunitaria (PAC) que asegurase el suministro de alimentos a sus ciudadanos. Una PAC cuya aplicación solo tiene sentido si va unida al Principio de Preferencia Comunitaria; esto es, a igualdad de condiciones, optar por la producción comunitaria. Sin embargo, la actual Europa desoye aquellas viejas lecciones y prefiere adherirse al hipócrita lema del “not in my backyard” (no en mi jardín) mientras tira de chequera y legisla a base de buenas intenciones.
Una guerra de relatos dentro de una guerra con muertos
Queremos comida suficiente, segura, accesible y asequible, pero también que nuestros campos sean la estampa que dibujan los urbanitas. Esto provoca que las medidas que se adoptan vayan encaminadas a la configuración del medio rural y no a garantizar su viabilidad. Y como la realidad es tozuda, nuestros nobles propósitos no bastan para asegurar el pan a todos los europeos, lo que nos ha llevado a necesitar la producción agrícola de terceros países. Países que sí han optado por infraestructuras, tecnologías y regulaciones que aquí demonizamos para asegurar o incrementar las producciones que después nos venden. Países que no están en nuestro jardín, pero de los que ahora dependemos.
Así pues, de prolongarse el conflicto entre Rusia y Ucrania, en el último trimestre del año ya notaremos la subida de precios salvo que las negociaciones políticas faciliten el desbloqueo. De no ser así, la ruptura del acuerdo afectará a nuestro bolsillo a corto plazo. La mala cosecha obtenida en la zona sur de nuestro país -aceptable en la zona norte- nos obligará a buscar nuevos mercados para intentar contrarrestar ese déficit de producción. No estaríamos en esta situación si se hubiese optado por una planificación que apostase por una política de excedentes basada en el desarrollo de infraestructuras y la incorporación de tecnología (no hay otra forma de asegurar el suministro).
De momento, en tanto países ricos, pagaremos lo que haga falta para poder comer, aunque esta espiral favorezca la posición de Rusia, amenace con más hambre en el Tercer Mundo y afecte a amplias capas de nuestra población que tendrán serias dificultades para llegar a fin de mes. Lo que estamos viviendo debería suponer un punto de inflexión que nos condujera a reconfigurar todas las posiciones con respecto a la producción de alimentos, de lo contrario, como en las novelas de Suzanne Collins, no tardaremos en darles la bienvenida a los juegos del hambre.
*** María Cruz Díaz Álvarez es presidenta de la Asociación Nacional de Ingenieros Agrónomos del Instituto de la Ingeniería de España.