Este año se cumplen 38 años desde que España fue aceptada como miembro de pleno derecho de la Comunidad Económica Europea (CEE), lo que hoy es la Unión Europea. También es un año de elecciones europeas. Sin embargo, atendiendo a los mensajes que nuestros políticos lanzan en sus campañas, se diría más bien que estamos ante otras elecciones nacionales. Parece que Pedro Sánchez se juega la presidencia y su partido el declive definitivo.
El Partido Popular pretende recuperar un liderazgo que no se ha ganado hasta ahora en España. Podemos y Vox buscan ganar poder en el Parlamento, marcar la agenda y ser “uno de los grandes”. Ciudadanos y Sumar simplemente intentan no desaparecer definitivamente, como si Europa fuera su último escenario posible. Lo de menos, al parecer, es qué Europa queremos. O, mejor aún, qué Europa necesitamos.
En 1962, un grupo de países europeos no comunitarios solicitaron su adhesión. Eran Irlanda, Reino Unido, Dinamarca y Noruega. El gobierno de Franco, que ya había firmado acuerdos con Estados Unidos, había sido admitido en el Fondo Monetario Internacional y había diseñado y puesto en marcha el Plan de Estabilización de 1959, también escribió una carta solicitando abrir negociaciones para llegar a establecer una asociación que en el futuro pudiera llevar a “la plena integración después de salvar las etapas indispensables para que la economía española pueda alinearse con las condiciones del Mercado Común”. Pero la CEE no admitía dictaduras.
Tras el advenimiento de la democracia, justo en medio de las crisis del petróleo de 1973 y 1978, y la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977, los gobiernos de todos los partidos y los españoles se pusieron manos a la obra para lograr ser aceptados y que Europa no empezara en los Pirineos nunca más.
Desde el punto de vista económico fue muy difícil. La economía franquista tenía unas instituciones muy rígidas que impedían que nuestras industrias fueran competitivas. La nacionalización, por más que sea de las llamadas “industrias estratégicas”, y la intervención en precios, salarios y en todo lo demás tiene esa cara B: te saca del terreno de juego. Finalmente, fue en 1986 cuando, bajo el gobierno de Felipe González, entramos en la CEE, hoy Unión Europea.
Finalmente, fue en 1986 cuando, bajo el gobierno de Felipe González, entramos en la CEE, hoy Unión Europea
El espíritu de esta organización ha ido mutando con el tiempo. Nació con una vocación ambigua: para unos, mercado abierto; para otros, unidad político-económica. Va ganando la segunda interpretación. Después de la libre circulación de bienes, personas y capitales, vino la moneda única, el Banco Central Europeo y la unión bancaria, el Tribunal Europeo, el Espacio Europeo de Educación Superior y falta la unión fiscal y el ejército.
Es cierto que la unión es menos intensa en según qué ámbitos. Por ejemplo, la política monetaria es común totalmente, pero en temas educativos hay indicaciones y normas que dan pie a que cada país haga de su capa un sayo. En nuestro caso, habría que puntualizar, porque es cada región la que decide sobre gran parte de los temas educativos. Pero sobre todo, la UE se ha convertido en una maquinaria regulatoria.
La convergencia aparente hacia una unidad global de los países que integramos la Unión Europea es eso: aparente. La razón es que se trata de un sistema económicamente viciado. Los países del sur, como España, hemos lloriqueado lo que no está en los escritos para que nos den medios y tiempo, de manera que pudiéramos competir con los países más veteranos, cuyas economías eran más sólidas.
Alemania ha sido, hasta hace uno o dos años, la locomotora de Europa. Gran Bretaña, hasta que se produjo la salida en 2020, tras el referéndum del 2016, ha sido la voz crítica, siempre tan necesaria. Nosotros, casi siempre, en el furgón de cola. La desaparición del muro de Berlín amplió los horizontes y, en el año 2004, nuevos países con ganas de competir y ser parte de este mercado, aportaron un nuevo impulso. Pero, a la vez, la diferencia entre quienes se comportaban mejor o peor desde el punto de vista económico, aumentó. Entraron países que necesitaban ayuda, y los de siempre no habíamos hecho las reformas estructurales que deberíamos.
Se vio quién estaba desnudo y quién no cuando arreció la crisis del 2007. Y, a partir de ahí, la marea ha seguido bajando.
La convergencia aparente hacia una unidad global de los países que integramos la Unión Europea es eso: aparente
Mientras otros países se recuperaban, a nosotros nos costaba mucho más. La Unión Europea financió nuestro rescate bancario y había que devolverlo. Pero también hubo rescate (y más intenso) en Irlanda y su economía ha superado con creces a la nuestra.
Con la pandemia ha sucedido lo mismo.
¿Qué Europa necesitamos? ¿Queremos una réplica del insostenible Estado español, endeudado, timorato y atento a las necesidades partidistas que le sostienen en el poder? ¿Preferimos una Unión encaminada a la creación de riqueza? Porque veintisiete son muchos socios que poner de acuerdo. Y hay varios países en fila en la puerta de entrada, que van a necesitar la ayuda que nosotros tuvimos para amoldarse. Veintisiete economías muy diferentes que pretenden ampararse bajo las mismas exhaustivas regulaciones y poner la mano para recibir ayudas.
Y mientras tanto, China, con su modelo autoritario, es ya el poder geopolítico y económico rival de Estados Unidos, que sí son cincuenta y cuatro estados diferentes, mucho más homogéneos que nosotros y con un objetivo común. No les hace falta nada para sentirse “unidos” porque ya son un país.
La Unión Europea está en crisis porque nos lo hemos ganado a pulso. Nadie rindió cuentas al saltarse los acuerdos de Maastricht. Y nadie en Europa ha frenado los ataques al Estado de derecho de Pedro Sánchez.
Como dice en la página de la UE, el Estado de derecho es un valor fundacional de la UE: “Una cultura sólida sobre el Estado de Derecho es clave para las democracias, y primordial para luchar contra la corrupción, salvaguardar la libertad de cátedra y la libertad de prensa y promover los derechos humanos”. Esa debería ser la Unión Europea a la que aspirar, la que los europeos deberíamos exigir, y de la que deberían ser expulsados los socios que no tuvieran un serio compromiso con ese valor esencial sobre el que se sostiene la institución.