El Gobierno y los sindicatos quieren reducir la jornada laboral de manera generalizada sin una disminución proporcional de los salarios y haciendo abstracción de la estructura económica española y de la realidad de su tejido empresarial. Se trata de una vieja y recurrente idea de la izquierda.
Ante su incapacidad de crear las condiciones para generar empleo productivo, desea repartir el existente. Menos tiempo de trabajo para algunos debe liberar ocupaciones para otros; una de las más antiguas falacias económicas cuya persistencia es inmune a su descrédito teórico y empírico.
De entrada, el Gobierno y las centrales sindicales parten de algo irreal: la existencia de una cantidad fija de empleo susceptible de ser repartida. Esto es falso. Aquella cambia en función de la evolución de la economía y, fundamental, del marco de instituciones laborales de cada país.
La reducción de la jornada no acompañada de un recorte salarial eleva los costes laborales
Y para comprender esta cuestión elemental y, con ella, las potenciales consecuencias de una disminución de la jornada, es básico integrar el análisis parcial del mercado de trabajo en un modelo de equilibrio general de la oferta y de la demanda agregada de mano de obra.
Cuando se realiza esa aproximación surge un primer y grave problema, comprensible para quienes poseen un conocimiento elemental de la Teoría Económica: el trabajo y el capital son sustitutivos el uno del otro en función de cuál sea el precio relativo de cada uno de esos factores de producción.
Por tanto, la reducción de la jornada no acompañada de un recorte salarial eleva los costes laborales y, en consecuencia, la demanda de mano de obra disminuirá. Se crearán menos puesto de trabajo y se destruirán parte de los existentes porque será más rentable sustituirlos por “máquinas” o tener menos empleados trabajando con mayor intensidad.
Los estudios empíricos disponibles avalan lo sostenido por la teoría: la reducción de la jornada no crea empleo. En Alemania, su progresivo recorte en la década de los años 80 del siglo pasado no tuvo impacto positivo alguno sobre aquel; en Francia, el realizado en 1982, de 40 a 39 horas lo destruyó, y el acometido por la Ley Aubrey entre 1998 y 2002, desmantelado casi en su totalidad por 7 cambios legislativos posteriores, se tradujo en una brutal rotación laboral durante su breve período de vida efectiva. Igual ocurrió con iniciativas similares introducidas en Portugal (1996), Italia (1997), Bélgica (2001) y en Eslovenia (2002).
Los estudios empíricos disponibles avalan lo sostenido por la teoría: la reducción de la jornada no crea empleo
Por añadidura, la evidencia empírica refuta la tesis según la cual la disminución generalizada de la jornada laboral redistribuye el empleo (Batut C., Garnero A., Tondini A., The Employment Effects of Working Time Reductions: Sector-Level Evidence from European Reforms, IZA, September 2022).
Hay quien sostiene que la disminución de la semana laboral impulsaría al alza la productividad. La fatiga de los empleados puede aparecer después de un número X de horas trabajadas. Por tanto, el efecto marginal sobre la productividad de una hora extra por trabajador tenderá a disminuir.
Ahora bien, en sentido opuesto cabe afirmar que trabajar más horas conduce a incrementar la productividad si los empleados se enfrentan a costes fijos de instalación o si ello conduce a una mejor utilización del capital.
Dicho eso, lo sectores, las empresas y las ocupaciones son muy distintas. El Gobierno carece de la información necesaria y suficiente para saber o, si quiera intuir, cómo se comportará la productividad a escala macro y micro tras introducir por imperativo gubernamental o por un acuerdo nacional de los interlocutores sociales un recorte de la jornada laboral.
¿Quién es el Gobierno para imponer a los individuos cuántas horas han de dedicar al trabajo y cuántas al ocio?
Y en España, esa “ignorancia” llevada a la práctica produciría efectos demoledores sobre las pymes y las micropymes, el 99,08% de las compañías patrias, cuya productividad agregada en 2023 descendió en tasa interanual un 0,7% y está por debajo de la existente en 2015, según datos de Cepyme. Otro chute alcista de costes sería letal. Pero ahí no termina la historia.
Los paladines de recortar la jornada también quieren hacernos felices proporcionándonos más tiempo libre, eso sí, forzoso. ¿Quién es el Gobierno para imponer a los individuos cuántas horas han de dedicar al trabajo y cuántas al ocio?
Este paternalismo autoritario muestra un auténtico desprecio hacia las preferencias de las personas que no son por definición idénticas. Además, en el caso de España, un número considerable de trabajadores no parece respaldar las intenciones de la izquierda reinante y de sus camaradas sindicales.
Conforme a los datos de Eurostat, los infraempleados, esto es, los ocupados que desearían trabajar más horas y no pueden hacerlo, ascienden a 1,1 millones y suponen el segundo porcentaje más alto de la UE tras los Países Bajos.
Ni la CEOE ni el Partido Popular han de caer en la tentación de respaldar una iniciativa ideológica
Cualquier decisión sobre la jornada laboral ha de ser acordada en el ámbito de las compañías por los empresarios y sus trabajadores. Esto supone no sólo respetar la autonomía de la negociación colectiva, sino adaptarla a la situación concreta de cada empresa y eso es imposible e indeseable con un café para todos, por cierto, criterio no practicado por el Gobierno en otros ámbitos.
En este marco, ni la CEOE ni el Partido Popular han de caer en la tentación de respaldar una iniciativa ideológica, intervencionista y lesiva para las empresas, para los trabajadores y para el conjunto de la economía nacional.