El atardecer de Federico Souvirón: " La política hace posible lo que otros harían imposible"
Política a la orilla del mar (II) | El que fuera presidente del PP en Málaga reflexiona sobre el sentido de la política, su utilidad y la literatura como fuente de transformación.
4 septiembre, 2022 05:00Noticias relacionadas
La vida política de Federico Souvirón (Málaga, 1954) reside en los recuerdos vivos que han permanecido intactos al paso del tiempo. Cinco legislaturas en el Congreso de los Diputados, 18 años y una España en ebullición floreciendo en el talante de aquellas señorías que sacaban adelante una democracia todavía en menoría de edad.
Más de una década después de abandonar la Carrera de San Jerónimo, repasa el momento en el que, por primera vez, puso sus pies en la Cámara Baja. En el epicentro de todo. Los pasillos, las moquetas, los escaños. Los micros de los que huía y las comisiones en las que se adentraba porque ahí era donde "se hacía política".
Souvirón habla de diálogo, de pactos, de acuerdos. Del valor de la palabra como instrumento imparable y depósito del conocimiento. También menciona el embelesamiento que un abogado, por entonces joven, siente al cruzarse con aquellos grandes nombres esculpidos en las tablas de la historia.
Propios y ajenos. Felipe González, Alfonso Guerra... Incluso. Personalidades a las que se miraba con los ojos de la abstracción hasta que tocaba enfundarse en el traje de torear y no había más que rivales políticos.
Quien fuera presidente del Partido Popular de Málaga a principio de los 90, diputado nacional y actual gerente de Parcemasa reflexiona sobre el sentido de la política, su utilidad y la literatura como fuente de transformación: "Todo eso pasa a un segundo plano cuando asumes que no eres el tipo más inteligente del mundo y que intentas sacar a tu capacidad todo lo que puede dar de sí".
¿La política tiene que ser incómoda, contraria al discurso fácil?
Sí. Una de las dificultades de la vida política es que, aunque vayas en una dirección con las ideas claras, te puedes encontrar con dos finales muy distintos: si llegas a la meta, es un éxito; pero si te quedas en el camino, es un fracaso. Hay que tener confianza en lo que dices, porque a veces sale mal. Solo puedes ofrecerle algo bueno a la sociedad si te arriesgas y propones cosas nuevas, que siempre tienen flancos por dónde atacarlas. Hay que saber cuál es el momento adecuado.
Interpretarla como un camino, y no como una meta: “... pide que el camino sea largo/ lleno de aventuras/ lleno de experiencias”.
Hay que entender que la política no es una ciencia, sino un oficio con algunos toques de arte. Dos y dos no son cuatro. Tienes que saber adelantarte a lo que va a venir. Eso es lo bonito, porque tienes que ofrecer cosas distintas luchando con lo propio... y con lo ajeno.
Cuerpo a tierra que vienen los míos.
Es lo que decía Churchill: “Amigos, enemigos y compañeros de partido”. Pero por encima de todo, cuando consigues convencer a propios y extraños, es todo más fácil. El camino más corto entre dos puntos no siempre es una línea recta. La política se distingue de la técnica en que hace posible lo que otros harían imposible. Me explico: el debate sobre cuestiones técnicas se puede eternizar; sin embargo, el político busca formas de llegar a soluciones frente a hechos que chocan. Esa es la verdad práctica.
¿Qué diferencia a la verdad práctica de la verdad teórica?
Reflexionando en voz alta, podemos decir que la verdad teórica es racional, pero no ha pasado por el tamiz de la realidad. La sabiduría práctica nos haría pasar esos conocimientos imprescindibles, contrastarlo con los hechos, y convertirlo en algo útil. Que no se quede en algo interesante, pero sin beneficio.
Eso tiene algunos cortapisas. Los políticos, y sobre todo las formaciones políticas a las que que responder, deberían entender que el mundo no se acaba en cuatro años. El cortoplacismo es horroroso. Un servidor está obligado a pensar a largo plazo, porque lo contrario es poner parches que van a acabar saltando cuando el problema estalle por lo alto. Hay que ir más allá.
Dicen de usted que es un amante de la literatura y la poesía. ¿Encuentra en la política esa parte de belleza estilística; el pathos?
El libro que cae en mis manos lo abro, aunque a veces lo cierro cuando voy por la página 10. Eso sí, no lo tiro a la piscina como decía Francisco Umbral (bromea). La palabra es uno de los grandes instrumentos de la política; una herramienta imparable que te da la literatura y la poesía. Las palabras son inteligentes porque son un depósito de conocimiento.
¿Y tienen que ser bonitas?
Sí, pero sobre todo expresivas.
Creo que fue Álvarez de Toledo quien dijo que las formas embellecen el mensaje.
Estoy de acuerdo. Quizá esto que voy a comentar vaya un poco a contracorriente, pero a día de hoy se dice mucho que la política es innecesaria. Estoy en desacuerdo. Soy un gran defensor de la política y, por tanto, de las personas que la ejercen. Lo que hay que intentar es que sean buenos. ¿Cómo se consigue? Eligiendo a los mejores mediante la implicación de los ciudadanos. Las formaciones no pueden cerrarse en sus propias filas, sino que han de abrir el campo a profesionales que han triunfado en su actividad y que, llegado el momento, quieren prestar un servicio a la sociedad.
Si en vez de esto, tenemos partidos impermeables, un oficio que va de la mano del desprestigio y sin estar demasiado bien pagado, estamos impidiendo que llegue toda esa gente. Aquellos que han interiorizado la información a través de la belleza, evidentemente, tienen un caudal interior que nutre algo fundamental: la toma de decisiones, y a veces con muy poco tiempo. Ahí entra en juego la intuición, la proyección de ese conocimiento que tienes dentro, los estímulos, lo que has visto, el background, lo que has vivido…
Aunque la gente diga que era una persona poco expresiva con las emociones y muy racionalista, recuerdo a José María Aznar, en su escaño, leyendo poesía. Estoy convencido de que eso le ayudaba a estructurar su discurso. Es evidente que, cuanto mayor sea la formación de alguien, mejor. Incluyo, por supuesto, las lecturas y las conversaciones de su vida.
También dicen de usted que es la persona más tranquila del mundo. ¿Cómo influye eso a su vida política?
Ayuda mucho. Sobre todo la idea de que las cosas no te afecten más de lo imprescindible. Uno en política está sometido a la crítica, a la incomprensión… Si no relativizamos y no tenemos paz interior, es un sinvivir. Es fundamental no creerte indispensable y no pensar tienes que estar siempre, como el perejil en las salsas; que solo te afecten aquellas cosas que verdaderamente te llegan muy dentro, como una metedura de pata.
Todo eso pasa a un segundo plano cuando asumes que no eres el tipo más inteligente del mundo, que haces lo que puedes y que intentas sacar a tu capacidad todo lo que puede dar de sí, dedicando esfuerzo y tiempo. Eso me tranquiliza. ¿Que no he llegado hasta cierto punto? Bueno, ¿qué le hago?
También hay un poco de amor propio. Si alguien piensa que me va a alterar, tiene que saber que no lo va a conseguir. Esa es la filosofía. Mi padre decía de mí: “Este niño parece muy tranquilo, pero los nervios van por dentro”.
He ido mucho por libre y esa tranquilidad sé que molesta. Verso suelto, pero con una disciplina absoluta. Cuando dejé de estar en el Congreso, pensé en retomar mi actividad en el despacho. Sin embargo, me llamó el partido para contar con mi experiencia. Pedí estar alejado de la política, pero un día el alcalde me encargó la gestión de Parcemasa.
La gente no lo entiende bien, pero también te tranquiliza ver cómo la vida te va dando papeles distintos. Como decía el rockero: “Donde dejo mi sombrero, allí está mi casa”. Otra vez me someto a que la gente me diga el tío de los muertos o que me han mandado al cementerio. Pero es un reto y no me he sentido más útil en mi vida.
Hablemos del Congreso.
Llego en 1993 y comienzo una etapa de aprendizaje. Nadie te dice lo que tienes que hacer, por lo que toca aprender el funcionamiento interno e ir haciéndote un hueco. Podríamos decir que, en ese momento, pasas de ser corista a ser primer corista, a ponerte en la primera fila.
1996, el PP se hace con el poder por primera vez.
Fue una etapa de enorme ilusión, porque era poder hacer lo que habíamos propuesto. El Gobierno del PSOE estaba agotado, complicándose mucho la vida al final. Era un momento de regeneración.
¿Se esperaban ganar?
Todo indicaba que sí, pero no nos lo creíamos porque estábamos acostumbrados a perder. Se hizo un gobierno estupendo, de políticos no muy conocidos fuera del partido, pero con una categoría enorme. Se lograron muchas cosas, sobre todo desde el punto de vista económico. Aunque para algunos no es simpático, Aznar fue un grandísimo presidente en ese tiempo. Prueba de ello es que ganó con mayoría absoluta en el año 2000. Estar en el Congreso es ser partícipe de todo ello, porque no solo se perfilan las leyes, sino que también haces propuestas. Y cuando estás en el Gobierno y tienes ideas, hay más probabilidad de que salgan adelante. Te sientes más útil.
Las cosas cambian en 2004. ¿Cómo se vivió la pérdida del poder?
Aquello fue por lo que fue, evidentemente. No se esperaba perder, pero pasó aquello y a diferencia de lo que ocurre en otros países cuando sucede una tragedia, la gente no cerró filas en torno al partido que estaba gobernando. Fue una situación difícil de explicar desde el punto de vista de la sociedad. No tengo una visión conspirativa de lo que pasó, pero a partir de entonces, la política internacional de España cambia.
Aznar le había tocado un poco las narices a Francia con su paso al Eje Atlántico cerrando filas con Reino Unido y Estados Unidos. La foto con Bush con los pies sobre la mesa quizá no fue acertada, ni tampoco meternos en la guerra. Pero es verdad que los americanos nos ayudaron a desmantelar a ETA. ¿Qué hacemos? Entre eso, Perejil… Aquello se vino abajo.
Se jodió el Perú.
Sí. Ahí fue cuando se jodió el Perú.
¿Cómo vivió sus años de parlamentario durante el Gobierno de Zapatero?
Fue apasionante, porque pasé a ser portavoz de un área nueva, la comisión de seguridad vial. Parece algo menor, pero hubo que crearla desde cero. Se estableció una colaboración estrechísima entre todos los partidos. Todos nos mentalizamos mucho porque a la gente le va la vida en ello. Incluso más. Cuando vas al hospital de parapléjicos de Toledo ves cómo la vida te cambia en un segundo y no hay vuelta atrás. Ahí te das cuenta de la ilusión que desprendían personas con historias que a otros nos hubiera hecho hundirnos. Pasándolas canutas encima de una barra para ver si recuperaban mínimamente la movilidad.
Además, hay que destacar una cosa: todo se aprobó por unanimidad. Y para conseguirlo, hay que echarle horas, razonar y argumentar. Hicimos la ley de seguridad vial, que no era nuestra, pero conseguimos meterle muchas enmiendas, por lo que también fuimos partícipes de ella. Un proyecto, que era netamente sancionador, salió con un espíritu didáctico y con posibilidad de recuperar los puntos perdidos. El ambiente era estupendo, con la sociedad civil muy implicada, algo que echo de menos en otros ámbitos.
Como lector empedernido, ¿qué libro recomienda a aquellos diputados que hoy ocupan los escaños del Congreso?
Les diría que pasaran de El príncipe y miraran más allá. Concretamente Meditaciones de Marco Aurelio. Allí hay una sabiduría enorme para vivir y para mejorar dentro de las posibilidades la sociedad en la que vivimos. Que vean el mundo más allá de la política.
¿Y en prosa?
Hay un tipo antequerano que para mi gusto es fantástico. José Antonio Muñoz Rojas. Escribió cosas magníficas sobre el campo que, como dijo Dámaso Alonso, es la más bella prosa que se había escrito en castellano en el siglo XX. Tiene unos versos que quizá puedan servirles: “Nada hay peor en el mundo, que echarse a andar por dentro y no encontrarse con uno”.