Te quiero hablar de la paz infinita que siento cuando acompaño a los niños que transitan con su alma hacia el otro mundo. Un lugar que no es mejor ni peor que este, simplemente, «es» real.

Y te quiero hablar de él, de un ángel que conocí en Madrid. Quizás él haya sido uno de los niños con los que más intimé, sin duda, al comienzo de mi misión. Con él y con sus padres, siempre a su lado, compartí muchos momentos en la habitación de aquella cuarta planta. Recuerdo que a él le encantaba el queso que su mamá le traía expresamente desde Palencia. Todavía lo puedo oler.

Había hecho un año que mi hijo se había marchado cuando recibí la llamada de mi buen amigo Paco. Fue un lunes:

—Andrés, creo que debes viajar a Madrid. El niño está muy malito. Se va.

Lo hubiera dejado todo por ir, pero algo en mí me decía que debía atender las obligaciones de la empresa porque «él» me iba a esperar. Fue una semana muy extraña en la que no dejé ni un instante de pensar en él. El viernes volvió a sonar el teléfono. Esta vez la llamada de Paco ya fue imperativa:

—Tienes que viajar o no llegarás.

Pasé el día intranquilo, una sensación agria, de impotencia, que no había vuelto a sentir desde que mi hijo nos dejara. Intenté hablar con mi pequeño, pero no pude hacerlo, al menos, no encontré una respuesta. Debía coger el AVE dirección a la capital, pero ya era tarde, los últimos rayos del sol se habían escondido tras la montaña. Ni siquiera sabía si a esa hora quedaría tiempo para alcanzar el último tren. Aun así decidí arriesgarme y en un santiamén preparé una maleta de mano y me dispuse a llamar a un taxi que me llevara hasta la estación. Pero no llegué a hacerlo. De repente me quedé como agarrotado. Una fuerza me llevó hasta el sofá. Por la ventana entró un haz de luz y con ella...

Jesús no habló, pero mi hijo sí:

—Papá, esta tarde no te dejé solo. Estuve jugando con él. No te preocupes. Duérmete tranquilo y descansa, que él te va a esperar.

Me inundó una paz indescriptible, cerré los ojos y durante ocho horas dormí profundamente.

A las 6.45 me encontraba en la estación. Ya no tenía ninguna duda de que llegaría a tiempo. De camino a Madrid volví a recibir dos llamadas de Paco. Entremedias mi hijo insistió, con su voz tan dulce, desde el más allá: «No te preocupes. Todo está escrito. Te espera». Me extrañó que mi hijo no estuviera solo. Esta vez le acompañaba alguien al que no pude reconocer.

A las 11.45 cogí un taxi en Atocha que me llevó directo hasta la misma puerta del Hospital del Niño de Jesús. Fue bajarme, despedirme del taxista y empezar a recorrer entre el recuerdo de tantos meses de lucha por vivir, por no morir, el mismo trayecto hacia la habitación de mi hijo. Esta vez, el destino era la habitación de él.

Entré por «el Retiro», junto a unos jardines que solo intentan disfrazar la realidad de aquellas paredes blancas. Giras la vista hacia la derecha para divisar un pasillo tan ancho como largo, un trecho del que casi no se llega a adivinar su final. Con paso firme empecé a subir los escalones que me llevarían hasta la primera planta. Allí me esperaba Paco.

Nos fundimos en un abrazo, uno de esos tan grandes como si hubiera sido el último. Me acompañó hasta la habitación de él. Por el camino fui saludando a todos aquellos corazones con trajes de enfermeras que cuidaron de nosotros durante tanto tiempo en el hospital.

La zona de trasplantes del Niño Jesús, en aquel entonces, tenía una pequeña terraza, antesala de historias de colores, incluido el del luto, un espacio que daba a cada una de las habitaciones. Era allí donde nos reuníamos cada día los padres a compartir el dolor y el sufrimiento, la pena y la rabia que sentíamos por la experiencia que nos había tocado vivir, o mejor: sufrir.

Atravesamos el pasillo estrecho que daba a la galería, justo fueron veinte pasos, para llegar hasta el lugar donde la familia esperaba el más cruel desenlace. «Seguidme hasta el dolor». Solo cinco paso más y tras una enorme cristalera se podía ver la escena más trágica que un ser humano puede contemplar en su vida: una criaturita recostada en su cama, y a cada lado de ÉL, su mamá y su papá, sin apenas poder apartar la mirada de los ojos de su hijo, sintiendo su respiración, cada vez más costosa, escuchando los latidos de su corazón, mientras un ordenador con dibujitos animados les intenta distraer en el recuerdo de aquellas tardes de televisión junto a él, tardes de pelis y palomitas, de refrescos, hasta de licencias de coca cola con cafeína, tardes mágicas en el salón de casa que nunca más podrían volver a repetir.

Su padre giró la cabeza para encontrarse con mi alma. Se levantó y corrió a abrazarme. Fue una fusión entre el dolor y la paz por estar juntos una vez más. Esta vez, en la hora pactada por... No hubieron palabras, no eran necesarias, solo miradas y caricias, hasta que sin despedirse, tampoco era necesario que lo hiciera, volvió a ocupar su lugar en la habitación con la vista clavada en el alma de su hijo.

Tuve que tragar saliva, por qué negarlo. Paco entendió que era el mejor momento para visitar la sala de adolescentes que la Fundación Aladina de la que él era su presidente había creado recientemente. Subimos otra planta más mientras seguía abrazando recuerdos por los pasillos. Paco decidió que debíamos bajar para estar con él en el momento de su marcha. Pero yo le dije que no, que bajara sin mí, que necesitaba estar solo. Salí a la calle y me encendí un cigarrillo mientras esperaba a que su voz me hablara. Era la una del mediodía: «Papá, debes subir. Te está esperando».

Apagué el pitillo y me dispuse a subir hasta la habitación. Ya no necesité tragar saliva, estaba tranquilo. Me encontré la escena que mi hijo ya me había descrito. Toda la familia inundaba la sala de lágrimas y de lamentos. Sus padres seguían sin despegarse, cada uno a un lado de la cama. Entré y puse mi mano sobre el hombro de su papá. Miré a los ojos de su hijo, a los ojos de Él. De pronto, noté como una brisa nacía desde mí para coger su mano.

Sentí una acaricia de paz infinita. Su alma partió hacia su destino. Mi hijo le acompañaba.

Su padre se desplomó sobre la cama y su madre sobre el cuerpo inerte de su hijo. Empezaron a entrar familiares para pintar de dolor la escena de una despedida que estaba escrita.

Me aparté hacia la pared del fondo y sin dejar de sentir ni un segundo la sensación que acababa de vivir con mi corazón y antes mis ojos, me ocurrió algo realmente sorprendente. Noté cómo mi cara, sin ninguna razón, esbozaba una sonrisa, preludio de la sensación de paz por haber sido el misionero de Dios para ayudarle a transmutar su físico y envolver su alma hacia la luz.

No podía dejar de preguntarme cómo podía tener aquella sensación totalmente incoherente con lo que acababa de presenciar. Lo entendí enseguida. Noté cómo mi cuerpo se desdoblaba. Mi otro yo se situó frente a mí mientras observaba la felicidad reflejada en mi cara. Entonces, el otro Andrés me dijo: «David sigue vivo. Nunca más llorarás por las muertes de los demás porque la muerte no existe. Llorarás de alegría por ayudar a vivir en otro lugar. Esa es tu principal misión: abrazar las almas moribundas y amarlas en la despedida hacia su nuevo viaje».

Mi otro yo, aquel que acompañaba a mi hijo en aquel tren destino a Madrid.

Mi otro yo, aquel que acompaña a mi hijo en el tren del destino.