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El pintor Benoît van Innis acababa de llegar a su estudio a pie desde su casa en el centro histórico de Bruselas cuando se enteró de lo que había pasado en su estación de metro de Maelbeek. Al menos 20 personas habían muerto cuando un terrorista se había hecho estallar en un vagón de un tren.
El pintor no pasa por allí porque su trabajo no le suele llevar al barrio europeo, pero Maelbeek siempre será su parada. La suya y a de decenas de miles de pasajeros que han pasado por allí desde 2001. Benoît, el nombre a secas con el que el artista firma en pinturas de obras públicas o en ilustraciones del New Yorker, es el autor de las caras en las baldosas de cerámica blanca que recubrían las paredes de la estación. Son, o eran, grandes rostros lineales de hombres y mujeres con gesto serio, pero con los ojos muy grandes, abiertos, como si miraran fijo al infinito.
Benoît pintó una de las figuras femeninas con un pañuelo en la cabeza, símbolo de la diversidad, de la tradición o de las dos cosas. “Cuando yo era niño mi madre llevaba muy a menudo un pañuelo en la cabeza. Si se quiere ver una mujer musulmana, bien... Para mí es más universal. El arte tiene que producir emoción y dejar a cada uno su interpretación”, cuenta el artista haciendo un esfuerzo por detallar lo que pintó en aquel mosaico.
ARTE EN MEDIO DE LA CATÁSTROFE
A Benoît, de 55 años, le cuesta hablar ahora de las caras de Maelbeek. “Después de lo que pasó, no quiero pensar hoy en mi arte. No sé si está roto o no, pero no es importante”, repite, ambivalente sobre el interés que despierta el símbolo de la estación. “Estos retratos vivían en la mente de mucha gente. Estoy sorprendido de cómo en medio de esta catástrofe la gente piensa en mí”.
“Tenían que ser retratos muy directos. La gente los ve muy rápido, en pocos segundos. Quería ser una representación de los pasajeros. Tienen los ojos muy grandes y con la mirada algo perdida porque así es como está la gente en el metro. Los pasajeros no miran a la derecha, a la izquierda o al suelo. Suelen mirar hacia adelante mientras esperan”, explica.
La estación de Maelbeek siempre ha tenido un aspecto antiguo por fuera. Una de sus entradas está debajo de un pequeño puente rodeado de pintadas. La otra está en el tramo de la rue de la Loi, la avenida del Consejo de la UE, donde los edificios están más gastados y parecen más sombríos.
Pero por dentro de la estación había otro mundo. La renovación de 2001 había traído las ilustraciones, luz, una pared roja, un andén de suelo azul y otro de aluminio brillante. Costó cuatro años de colaboración entre el pintor y un arquitecto. Fue difícil trabajar allí, mientras la actividad no paraba. Pero el artista se quedó contento con el resultado.
“Mucha gente que no estaba especialmente interesada en arte me decía que le gustaba pasar por allí porque era algo diferente. El arte fuera de un museo o de una galería es ya algo diferente. Provoca sentimientos en mucha gente”, dice.
NO TODO ES BLANCO Y NEGRO
El pintor vive y trabaja junto al barrio de Molenbeek, donde se refugiaba el último fugitivo de los atentados de París y donde la policía hace redadas en busca de sospechosos de terrorismo de forma habitual. Pero Benoît dice que no tiene miedo.
“Lo que pienso ahora es qué pasa en el mundo y cuáles son nuestras respuestas. Mi única esperanza es que podamos seguir hacia adelante dando buen ejemplo. Los artistas tienen que hacer cosas buenas”, explica. “No podemos aceptar lo que está pasando, pero tenemos que dar un mensaje de amor, de comprensión, para intentar encontrar una solución. Hay que preguntarse por qué pasan las cosas. No todo es blanco y negro”.
Benoît temía algo así, sobre todo después de los atentados de París en noviembre y de las alertas máximas en su ciudad. “Bruselas es un símbolo. Pero puede pasar mañana en Roma o en Helsinki. Hay que seguir sin mirar atrás. Mi vida no está más en peligro hoy que ayer”.
El propósito de seguir trabajando es difícil de cumplir también para él. Tiene diferentes proyectos en marcha pero le cuesta retomar la rutina. “Ahora mismo estoy con la cabeza en otro sitio”, dice bajando el tono de voz.
La última vez que vio sus caras en Maelbeek fue hace pocos meses y casi por casualidad. Tenía que ir a una dirección nueva para él en Bruselas y alguien le aconsejó que cogiera esa línea. No se dio cuenta de que aquello suponía pasar por Maelbeek.
“De pronto, vi mi estación. Me sorprendió. Hacía años que no pasaba por allí. La vi y me gustó”, cuenta ahora. El pintor dice que pensó entonces: “Todavía está ahí, todavía está bien”.