No hay, por supuesto, motivos para sacar pecho. Para nadie.
Unas elecciones en las que dos de cada tres votantes deciden abstenerse son un fracaso colectivo, una admisión de la bancarrota republicana, un síntoma de la fatiga de la propia democracia: en Atenas, se podía votar a mano alzada, de viva voz, en urnas o ánforas, con piedras, trozos de vidrio, fichas, mediante sorteo, escribiendo el nombre en una hoja de olivo... la democracia habrá muerto, predijo Demóstenes, el día que decidamos no votar. ¿Ya hemos llegado a ese punto?
En esta debacle, hay algo por lo que alegrarse: los resultados de la Agrupación Nacional (antes Frente Nacional). Se preveía que sacaran su mejor resultado: y es más bajo que en 2015. Se calculaba que podría ganar en dos, tres, cuatro y hasta siete regiones: este lunes por la mañana, solo tiene oportunidades de conquistar una, la PACA (Provenza, Alpes, Costa Azul), y a duras penas, y solo si la izquierda local ha elegido la política de lo peor.
Y todos los que, durante semanas, nos han atormentado con el éxito de la normalización de la señora Le Pen, su habilidad táctica, el famoso techo de cristal que se estaba destruyendo, todos los que pusieron cara de pena para decirnos que la situación era "escurridiza", que el aire era “irrespirable” y que el empuje de la extrema derecha era "irresistible", ahora se encuentran en un aprieto: la extrema derecha está lejos de la victoria anunciada.
Entonces ¿qué ha pasado? En primer lugar, la constatación de una ley tan antigua como la política moderna. Cada vez que, en la historia de Europa, la derecha ha cedido, el fascismo ha triunfado. Cada vez que la derecha ha sabido mantenerse firme en sus valores, el fascismo ha sido derrotado.
La izquierda grita "no pasarán". Pero es la derecha conservadora la que, a menudo, hace que las barricadas aguanten. Y eso es justo lo que acaba de ocurrir con este partido, tan del viejo mundo, tan anticuado, tan "gran cadáver al revés" que es el de los republicanos. Podemos estar en desacuerdo con la señora Pécresse y, más aún, con los señores Wauquiez, Bertrand o Muselier, pero ellos son los que, en estos momentos, han frenado la ola del lepenismo. Su cara es la que tendrá el frente republicano, el próximo domingo, en la segunda vuelta.
Lo que ha ocurrido es que no hemos tenido que demonizar a la señora Le Pen, se ha encargado ella solita de hacerlo. Los franceses han visto el lado violento y faccioso del personaje. No se han dejado engañar por sus virajes ideológicos ni por la demagogia que la hace abrazar, un día, la cuestión social, otro, la causa de los identitarios y, un día sí y otro también, un programa económico u otro.
El electorado ha comprendido que, cuando Le Pen proclama, día y noche, su admiración por Putin, cuando inviste, en la región de PACA, a un títere de Bashar al-Asad, cuando elige, casi sistemáticamente, el momento en que su país está en tensión por un enfrentamiento diplomático o militar para alabar a la parte contraria, manifiesta una relación muy extraña con Francia.
Se han dado cuenta de que la Agrupación Nacional es, de todos los partidos, el que menos cuida su financiación. Es el partido con más expresidiarios, con más candidatos con pasado turbio, con más hombres y mujeres a los que hay que echar a toda prisa porque se los ha visto, en Facebook, hacer un saludo nazi o un gesto racista de provocación.
Y en cuanto a aquellos para los que el antisemitismo es una línea roja, ¿cómo podrían haber votado a una dirigente que pone al mismo nivel el uso de la kipá y el del velo islámico? O que, cuando Haaretz le pregunta si está dispuesta a condenar el régimen del mariscal Pétain, no encuentra otra respuesta que: "¡En absoluto! Me niego a hablar mal de mi país!"? (Y eso en el mismo momento en que, en otras entrevistas, no teme describir el país del que se niega a hablar mal como una "puta" a sueldo de "emires gordos").
Además, esta primera vuelta es un bofetón a todos los que se habían hecho a la idea de una Le Pen en el poder. En ese grupo, había unos cuantos tontos. Los eternos defensores de la política de lo peor y del desastre como medio para salir mejores de la situación.
También estaban los listillos de la cocina política, especialistas en billar a tres bandas, a los que nunca se les había conocido tanta curiosidad por la experiencia americana: "Estados Unidos tuvo a Trump y supieron deshacerse de él; ¿por qué no íbamos a tener a Le Pen en el poder de una vez y así ahuyentarla para siempre?".
También estaban los aprendices de brujo a los que el coronavirus les ha calado hondo y que estaban dispuestos a ver el mismo tipo de terapia masoquista y estadística trasladada a la política: "Un poco de Le Pen, al fin y al cabo, ¿sería mucho peor que el confinamiento?".
Y en todas partes triunfaba ese espíritu de contabilidad que han inculcado los institutos de sondeo que se creían el oráculo de Delfos cuando no eran más que un viejo mentidero de opiniones o peor aún, el redescubierto grito del zoliano vientre de París: "¡Se subasta la izquierda republicana! ¡De saldo los conservadores de pura cepa! Diga, si Macron pierde a los centristas, ¿cuánto por la deslenguada?".
Esa gente ha quedado desautorizada. Los pescadores no eran lo que pensábamos. El pueblo de Francia ha ganado, negándose a ofrecer, en bandeja, la Francia del general De Gaulle y de Léon Blum a un fascismo blanqueado que no es otra cosa que otro nombre de nuestra pulsión de muerte.