El terror depende de dos factores: alguien que quiera imponerlo y alguien que lo sienta como tal. Sin una de estas dos cosas, el terror es otra cosa. Una página de sucesos. Una entrada en la Wikipedia.
En diciembre de 1988, el vuelo 103 de la compañía PanAm entre Londres y Nueva York explotaba en pleno vuelo, desplomándose en las inmediaciones de la localidad escocesa de Lockerbie. Hasta 243 personas murieron, entre ellos 158 americanos. Era el mayor ataque a población civil de la historia de Estados Unidos y pronto se supo que detrás estaban Libia y su sanguinario dictador, Muamar El Gadafi.
Aquel ataque culminaba dos intensas décadas de intimidación constante utilizando a civiles como rehenes de supuestos conflictos políticos. Los secuestros de aviones se habían popularizado y, en 1985, España ya había visto cómo un suicida detonaba un explosivo en el interior del restaurante El Descanso, próximo a la base militar de Torrejón, por entonces de titularidad estadounidense. Murieron dieciocho personas, ochenta y dos resultaron heridas. Solo el atentado de ETA en el Hipercor de Barcelona dos años más tarde se cobró más víctimas en aquel infame fin de milenio.
Con todo, el terror fracasaba en su intento de cambiar nuestra perspectiva del mundo. Todo esto se veía como una sucesión de hechos aislados, de fácil vinculación con la política exterior estadounidense y su apoyo al estado israelí. Te podía tocar, por supuesto, pero no era algo que afectara tu rutina diaria como sí hacían los terrorismos locales -en el caso de España, ya sabemos, el de ETA; en Italia, las Brigadas Rojas y los innumerables grupos paramilitares de los setenta y ochenta; en Alemania, aquella locura llamada Baader-Meinhof; en Irlanda, el IRA…-. Nos daban miedo los nuestros. No entendíamos que la amenaza podía estar en cualquier lado y ser caprichosa en sus acciones.
Todo eso cambió, por supuesto, el 11 de septiembre de 2001. Aquel despliegue de maldad cambiaba nuestra manera de entender el terrorismo global como una cuestión puntual, casi azarosa. Aquello iba en serio, tanto por su organización -varios ataques coordinados con el fin de causar el mayor número posible de víctimas-, sus consecuencias -miles de muertos, en una escala inimaginable hasta entonces- y su presentación. Esto último no es poca cosa: fuera casual o no, el devenir televisado de los acontecimientos delante de los ojos de todo el mundo multiplicó el efecto atemorizante. Probablemente, Al Qaeda no quisiera remedar una superproducción de Hollywood… pero lo consiguió.
La amenaza de una guerra a escala mundial
Que el mundo iba a ser distinto, lo advertimos al instante. El terrorismo local seguía sus lógicas internas propias de cada país. Tenía sus propios vicios y habíamos aprendido a leerlos y vivir con ellos. Esto era completamente distinto. Esto era el inicio de algo, un mensaje llamado a repetirse cada cierto tiempo. Cuando, el 12 de septiembre, un conocido periódico español tituló con el famoso e infame "El mundo, en vilo a la espera de la respuesta de George Bush", ponía en negro sobre blanco la sensación de incertidumbre y el miedo a que, lo que siempre había requerido intervención puramente policial, de repente se convertía en cuestión de estado.
Si el mundo estaba pendiente de la reacción estadounidense era porque desconocíamos aún quién o el qué podía ser el objeto de esa reacción. Si el terrorismo conseguía infiltrar la duda de la responsabilidad estatal, la cosa podía ponerse muy seria. Afortunadamente, no lo consiguió del todo: por supuesto, ha habido una guerra en Afganistán durante veinte años; por supuesto, hubo una invasión de Irak en 2003 supuestamente relacionada… pero no hubo ruptura del consenso y el equilibrio internacional. Los asesinos se convirtieron en el enemigo de todos.
Es fácil decirlo ahora, pero en su momento el riesgo estaba ahí. El riesgo de un enfrentamiento mal medido entre diversos países en forma de algo parecido a una guerra mundial. Aliados y enemigos. Afganistán podía arrastrar a Pakistán, que a su vez podía arrastrar a India, ante lo cual China y Rusia como países vecinos tendrían que hacer algo… y, así, la escalada podía llevarnos a límites que al menos dos generaciones de ciudadanos occidentales desconocíamos por completo. No sucedió. Esa es la buena noticia.
El 11-S no acabó en septiembre de 2001
La mala es la permanencia del terrorismo global como peligro del día a día, desplazando y privando de sentido a los distintos terrorismos locales. Resulta curioso que todos ellos desaparecieran casi por completo en los diez años posteriores al ataque a las Torres Gemelas, después de varias décadas de muerte y dolor sin solución a la vista. Es imposible analizar el 11-S de Nueva York y desligarlo del terror yihadista posterior en Madrid, en Londres, en Bruselas, en París o en Barcelona. Aquella fue la llamada a los bárbaros para lanzarse contra las murallas, y ahí siguen, chocando violentamente cada vez que tienen ocasión.
Decía el escritor Donald Barthelme que el miedo se da ante lo conocido y la angustia ante lo desconocido. También advertía de que lo segundo es mucho peor. Durante veinte años, hemos vivido instalados en las dos cosas: en la certeza de que esto se repetirá, a mayor o menor escala, y en el desconocimiento de qué podemos hacer para evitarlo. Cuando repasamos Lockerbie o repasamos El Descanso, es fácil buscar motivos políticos. Un dictador fanático en guerra encubierta con una superpotencia a la que no puede derrotar de otra manera. Una protesta por las condiciones de los palestinos. Lo que proceda.
Era aquel un terrorismo que venía de las revueltas árabes de postguerra y que, de alguna manera, funcionaba bajo los parámetros occidentales de chantaje y recompensa. Aquellos ataques, aquellas masacres, buscaban algo concreto que generalmente no se conseguía en su totalidad, pero sí en forma de "acuerdos de paz" parciales. El 11-S y los atentados posteriores son ataques de odio, sin más. No hay denuncia detrás, no hay amago de comprensión. Ni siquiera son una cuestión puramente religiosa sino más bien cultural. La violencia no se dirige hacia los símbolos del cristianismo sino hacia sus valores extendidos en lo que llamamos civilización.
Seguimos esperando a los bárbaros
Si recuerdan, esta idea de un choque de civilizaciones se popularizó mucho en su momento y Samuel Huntington se hartó a vender libros. Pronto hubo que señalar que no hablábamos en rigor de dos civilizaciones, pues estas no tardarían en encontrar elementos pacíficos en común, sino de civilización y barbarie. Civilización y el odio a la civilización. El odio a las ciudades, las discotecas, la diversión, el engranaje mismo del día a día de una ciudad, un país, un continente, un sistema. El mismo odio que se ha desplegado durante estos años por África y Asia con la intención de uniformizar el pensamiento y las costumbres.
El 11-S obligó a la civilización a replegarse y a desplegar a su vez la fuerza militar. Con diferencia, esa ha sido la consecuencia más cruel. El 11-S (y sus derivados) nos instaló en el miedo al otro, en la sospecha constante. Blindó nuestros aeropuertos, nuestros aviones y nuestros destinos. Se convirtió en una especie de pandemia antes de la pandemia y, hasta cierto punto, animó a la barbarie a establecerse como poder político, véanse los talibanes; véase, sobre todo, el ISIS.
Todo pasa tan rápido que, al comparar cualquier cosa con la magnitud de aquello y recordar el fatalismo con el que lo vivimos, uno piensa "al final, no fue para tanto" y puede que tenga razón: no ha habido más aviones utilizados como flechas, no han caído como flanes de hormigón las construcciones que configuran nuestro paisaje vital… Pero ahí es bueno parar y recordar todo lo que sí ha sucedido y el hecho de que el proceso aún esté abierto. Cuando alguien pregunta: "¿Cómo cambió el 11-S el mundo?" debe aceptar que las respuestas son parciales e incompletas. El 11-S sigue cambiando el mundo a cada minuto. A su manera.
El "aquí estamos" de Osama Bin Laden no pretendía una resolución a corto plazo sino lo contrario: un recordatorio durante décadas y décadas. Una amenaza fantasma que nos haga sentir mortales estemos donde estemos. Que seamos conscientes del terror y no podamos orillarlo. Asumir que, en cualquier lugar, incluso en la terraza del Le Carillon o en la sala de baile del club Pulse, puede haber alguien dispuesto a matarnos. Vivir con ello porque no queda alternativa, pero vivir con miedo.
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