Por qué en España hemos decidido que la Covid-19 ya no existe
Los bares van llenándose sin temor y empieza a retomarse la normalidad en el deporte, los cines y los teatros. Pero, ¿pecamos de excesiva laxitud?
14 octubre, 2021 01:47Noticias relacionadas
A veces, uno no puede más y no puede más y punto. A veces, uno es cualquiera de nosotros y, a veces, uno es un país entero, por ejemplo, España.
Desde finales de julio, cuando la vacunación superó el famoso 50% y el número de casos de la explosiva ola de verano empezó a estancarse, prácticamente todos suspiramos aliviados y dijimos: "Hasta aquí, la pandemia se ha acabado. La Covid, cautivo y desarmado, ha desaparecido". Hicimos las maletas y nos fuimos de vacaciones.
La actitud que se percibe desde entonces en la ciudadanía y las autoridades es de una laxitud enorme en la convivencia con el virus. Si la variante Delta no pudo con nosotros, ¿quién podrá en el futuro? Convencidos de que la respuesta es nadie, las mascarillas en espacios abiertos -probablemente innecesarias desde el principio- cada vez se ven menos, los interiores de bares y restaurantes van llenándose sin temor y empieza a retomarse la normalidad en espectáculos deportivos, cines y teatros. Falta que el mundo de la música vea también la luz verde para intentar ponerse al día tras año y medio de pérdidas millonarias en el sector.
¿Está justificada esta posición respecto al virus? ¿De verdad ha desaparecido de nuestras vidas? No lo sabemos, por supuesto. Siempre cabe la posibilidad de una nueva variante, una bajada en la protección de las vacunas… Algo, en definitiva, que se escape de nuestra previsión, que nunca ha brillado por su eficacia.
De momento, los datos más recientes hablan por sí mismos: en la semana previa al puente del Pilar, España añadió 12.491 casos al total acumulado (estamos a menos de treinta mil de alcanzar los cinco millones) y 315 fallecidos, una cifra aún un poco alta y que nos coloca en 86.778 defunciones oficializadas. Probablemente, sean más de cien mil.
Aunque sigamos viendo los efectos más crueles de los excesos de verano, donde se detectaron más de un millón de casos en apenas tres meses, lo cierto es que la transmisión del virus en España es prácticamente nula, y en eso tiene muchísimo que ver el 79% de población vacunada -un 87,8% entre mayores de doce años-.
Desgraciadamente, no es esta la situación en muchos otros países, donde la pandemia no solo no se ve cómo algo del pasado, sino que sigue siendo el principal foco mediático y político, con diversas ramificaciones.
En qué se diferencia EEUU de España
Este mismo miércoles, un vistazo a la página web del New York Times permitía encontrar en lo más alto, encabezando la edición, hasta tres noticias relacionadas con la Covid-19: la apertura de fronteras terrestres de Estados Unidos con México y Canadá, la obligatoriedad de la vacuna para trabajadores públicos y el demoledor informe publicado el pasado martes en Gran Bretaña, en el que se acusaba al gobierno de Boris Johnson de negligencia en el inicio de la pandemia.
Debajo de estas tres noticias, ocupando todo el ancho de la pantalla, se podía observar una serie de gráficos actualizados con los últimos detalles de la evolución del virus en Estados Unidos: casos, fallecidos, hospitalizados, variaciones semanales, etc.
En España, esta atención mediática sorprende porque aquí ya estamos a otra cosa: las habituales trifulcas políticas, los escándalos sociales de cada día o las tragedias naturales. Mucho tiene que ver en ello que nosotros ya hayamos solucionado las cuestiones que siguen preocupando al Times o, simplemente, hemos preferido orillarlas: para empezar, las fronteras terrestres de nuestro país nunca han estado cerradas ni con Portugal, ni con Francia, ni con Marruecos.
Ha habido limitaciones en la entrada por distintas vías a distintos países según la situación pandémica de los mismos, y las sigue habiendo, con vacunación exigida… pero nada parecido a lo que impuso en su momento la administración Trump y luego la administración Biden en Estados Unidos para protegerse de las distintas olas pandémicas.
En segundo lugar, aquí nunca habrá un informe extenso y neutral sobre lo que pasó en los primeros días de la pandemia. Y si lo hubiera, a las veinticuatro horas perdería todo interés. No hay una voluntad seria de revisar lo que se hizo mal ni de mirar al pasado. Ni siquiera los partidos políticos han mostrado demasiado empeño en tirarse los trastos a la cabeza, conscientes, quizá, de que todos cometieron errores en su momento. Errores que es mejor no revisar a posteriori, pues no les dejarían en el mejor de los lugares. Una mezcla de partidismo y fatiga pandémica. Volver a empezar con Fernando Simón o las residencias de Madrid resulta demasiado cansado para nuestra sociedad ahora mismo.
En cuanto a la obligatoriedad de la vacuna, España, un país dispuesto a enredarse en cualquier madeja, ha dado una lección: si el debate al respecto ha sido mínimo, se debe básicamente a que no ha hecho falta obligar a nadie. Las cifras de vacunación son altísimas y la renuencia existe, por supuesto, pero no en forma de resistencia activa. Aquí, hay quien piensa que las vacunas son un timo y quien piensa que son una panacea… pero prácticamente todos los de un bando y los del otro, por si acaso, han pasado por el hospital. De hecho, la decisión de no hacer obligatoria la vacunación, probablemente, haya ayudado al éxito de la campaña. No está siendo así en todos los países.
Del negacionismo a la violencia política
La eficacia de las distintas vacunas aprobadas por la Agencia Europea del Medicamento es tal que nadie puede discutirlas desde un punto de vista lógico y racional. Otra cosa es la irracionalidad, por supuesto, y esto está causando muchos problemas en muchos países, por exceso y por defecto. ¿Qué puede hacer el estado cuando buena parte de la población se niega a vacunarse y se organiza para defender su supuesto derecho?
En Francia y en Italia, por ejemplo, se ha reaccionado desde la mano dura, imponiendo certificados de vacunación para entrar en espectáculos y recintos cerrados. En ambos países, pronto será obligatorio presentarlo en determinados trabajos.
Todos los intentos en esa dirección en España han acabado chocando con el poder judicial.
Eso ha evitado una tensión social que sí existe en estos países y en determinadas zonas de Estados Unidos donde hay prohibiciones similares. Las manifestaciones contra la vacunación obligatoria son constantes y en ocasiones disfrazan otras intenciones: por ejemplo, el pasado sábado, el casi desconocido partido político Forza Nuova arrasó la sede del principal sindicato italiano y causó desperfectos en determinados barrios de Roma… como epílogo a una manifestación en defensa de la libertad de no vacunarse.
Sobre el uso de la libertad para justificar cualquier cosa en los últimos años se podría escribir un libro, pero es un mensaje que cala: si no quiero que el estado me controle, si no quiero hacer rebaño, si me considero portador de una verdad que los demás ignoran, lo único que me queda es protestar en la calle por mi libertad a resistir. A partir de ahí, y con esas premisas, es fácil que los mensajes se mezclen y que uno acabe quemando cualquier cosa por váyase a saber qué cuenta pendiente del gobierno. En ese sentido, nos hemos librado de una buena.
El otoño negro de Rusia y Rumanía
En otros países, a esta desconfianza hacia las vacunas se ha respondido con una inacción que está costando vidas. Muchas vidas. En aquellos lugares donde la vacunación es muy baja, por debajo del 30-35%, en ocasiones, el virus sigue campando a sus anchas, los casos son igual de graves que siempre y las muertes se disparan.
Es complicado hablar del fin de una pandemia cuando países como Rumanía o Rusia baten cada día récords de fallecidos. Vamos a centrarnos en estos dos ejemplos por su condición de estados europeos y por lo llamativo de su situación actual. Si trasladamos todo lo dicho a otros países en vías de desarrollo con menor acceso a las vacunas, obtendremos conclusiones similares.
Rusia es un caso extraño. De entrada, porque tiene un estado muy fuerte y porque ese estado ha fabricado y vendido abundantemente una vacuna contra el coronavirus, la famosa Sputnik V.
Es decir, en principio, ni Vladimir Putin es un escéptico, como sí lo fue en su momento Donald Trump -antes de enfermar-, ni el pueblo ruso tiene fama de ser demasiado contestatario con sus líderes, básicamente porque esa estrategia suele acabar mal. Sin embargo, algo no funciona: la propia vacuna, sin ir más lejos, cuya eficacia sigue puesta en duda no ya solo por la AEM sino por la propia OMS, que se niega a dar su aprobación al medicamento.
En términos prácticos, esto está obligando a muchos rusos a salir de su país para vacunarse con algún medicamento homologado y poder así entrar con menos pegas en otros países del entorno.
Ahora bien, hablamos de una minoría. Incluso con un estado que insiste en la vacunación y con un exceso de dosis disponibles, en Rusia solo se ha vacunado el 30,91% de la población. Eso, obviamente, tiene sus consecuencias: en los últimos catorce días, han muerto casi 13.000 rusos por culpa del coronavirus. Si nos atenemos a su población, la cifra no es demasiado escandalosa -el equivalente a unos 4.500 españoles, y esos números, desgraciadamente, los hemos visto varias veces aquí-, pero el caso es que nunca hasta ahora había llegado Rusia a estos niveles. Y, así, hablar de normalidad es complicado.
Nada, en cualquier caso, comparado con lo que está pasando en Rumanía. Con solo un 29% de la población vacunada, el número de muertos no hace sino multiplicarse semana a semana.
En los últimos catorce días, han fallecido 3.374 rumanos por Covid-19. Ajustando la población, sería el equivalente a 8.435 españoles. Teniendo en cuenta que el incremento semanal está ahora mismo aún por encima del 50% no es descartable que a lo largo del mes de octubre mueran unas 8.000 personas, es decir, el equivalente a 20.000 en nuestro país. Tirando por lo bajo.
En conclusión, la pandemia ha acabado en nuestros comportamientos, en nuestras preocupaciones, en buena parte de nuestros hospitales y en nuestros medios de comunicación… pero el virus no ha desaparecido mágicamente ni es menos letal ahora que antes. Actúa donde puede y ahí se ceba con la misma saña de siempre. Es lógico que nosotros nos relajemos. Lógico y humano. Nadie quiere darle vueltas a un problema que ya parece solucionado. Ahora bien, buena parte del planeta sigue peleando y, en ocasiones, perdiendo la pelea.
Cada quince días, siguen muriendo 100.000 personas en el mundo por esta enfermedad. O, más bien, se notifican 100.000 defunciones, que es otra cosa. Normal que el nivel de alerta, como casi todo, vaya por barrios. Suerte que, nosotros, nos podamos permitir la relajación. Que dure.