
El autor francés, en la plaza de la Independencia de Kyiv.
Zelenski a BHL antes de su reunión con Trump: "Sí, por supuesto que creo en una alternativa europea"
El intelectual francés conversó con el presidente ucraniano antes de que su entrevistado viajara a la Casa Blanca, y luego siguió la encerrona trumpista en directo desde el frente del Donbás.
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El presidente Zelenski me recibe en un sótano seguro de esta Ciudad Prohibida que es la administración presidencial. ¿Cómo se siente en vísperas de viajar a Washington "Bien. Pero nada está decidido. Aún no sé qué quiere Trump ni si realmente haré este viaje". ¿Porque no confía en él? ¿Porque no cree en la buena voluntad de un aliado que lo llamó dictador?
Estalla en una carcajada.
"No. El problema es, sobre todo, que no entiendo por qué lo hace. ¿No comprende que Putin no es de fiar y que…?". Duda. "Al mismo tiempo… Por suerte, está el Senado y el Congreso. En ellos confío, en su apoyo bipartidista. Como hace dos años, ¿recuerda? Cuando hicieron preguntas, escucharon nuestras respuestas y terminaron desbloqueando el paquete de ayuda militar que esperamos durante meses…".
Pongamos el peor escenario, le digo: ¿podría Ucrania continuar sin Estados Unidos? "Sería difícil. Tienen la tecnología. La inteligencia. Suponga que Alemania, por ejemplo, acepta entregarnos misiles Patriot: necesitaría su autorización". ¿Y Europa? ¿Cree en una alternativa europea? "Sí, por supuesto. Creo en Immanuel, por ejemplo…".
Dice "Immanuel", con "i", y en su tono hay un acento de verdadera camaradería. "Si esta reunión en Washington se concreta, será gracias a él, Immanuel. Le agradezco por eso. Es un verdadero amigo. Y además…". Se nota una admiración genuina: "¿Sabe que es un experto militar? Conoce, a distancia, hasta el más mínimo punto de nuestra línea de frente…". A propósito de la línea de frente, ¿sabe que voy a Pokrovsk? Y si mañana firma con Trump, ¿tendrá todavía sentido? "La respuesta es inmediata. "Por supuesto. Su presencia alegrará a los soldados. Les calentará el corazón. Y además…". Parece reflexionar en voz alta. "Y además, creo que haré este viaje. No estoy seguro de nada, pero lo haré".

El autor del reportaje, con soldados en Pokrovsk.
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Tengo la impresión de que ha ocurrido de golpe. No había vuelto, desde hace ocho meses, a primera línea. Y me doy cuenta de que la guerra de los drones ha superado ya a la de las trincheras. Estamos en un centro de mando en las afueras de Pokrovsk, ese bastión del Este donde los rusos lanzan todas sus fuerzas para abrirse paso. Aquí, en el búnker subterráneo de una antigua fábrica, hay una decena de soldados-geeks, sentados frente a un muro de computadoras. Algunos tienen el rostro descubierto. Otros, con sudadera y pasamontañas, intercambian órdenes, por micrófono, con hombres de los que solo se oye la voz y que, sobre el terreno, operan drones de observación y ataque.
De repente, en una de las pantallas, aparecen tres siluetas, caminando en un paisaje nevado, salpicado de escasos árboles alineados, sin matorrales. Silencio, entonces, en el búnker. El hombre con pasamontañas selecciona al azar una de las siluetas con su ratón. La sigue. La pierde. Hace zoom en la imagen. La encuentra de nuevo. Transmite sus coordenadas. La silueta desaparece en una nube de nieve gris y mal pixelada. Pero la nube se disipa. Y reaparece, levantándose, tambaleante. ¿Está herida? ¿Solo aturdida por el impacto? Las otras dos se le acercan. No. No se detienen y continúan, tropezando también, hacia un grupo de árboles más denso.
El hombre del pasamontañas, entonces, da una nueva orden en su micrófono. Y la primera cae para siempre, con una breve convulsión, mientras las otras dos se acurrucan entre los abedules. Pasa una hora. "Morirán ahí, congelados", dice el hombre con pasamontañas. Y cuando, en efecto, intentan salir, él se toma su tiempo, los sigue, susurra una última orden: cuando el humo se disipa, solo quedan dos formas semejantes a árboles caídos.
Cuando, de cazador, pasas a ser posiblemente cazado, no hay muchas formas de escapar. Para los drones convencionales, hay que equiparse con antenas cónicas colocadas, como lo hemos hecho, en el techo del automóvil, bloqueando la comunicación entre el dron y su piloto. Pero para los drones conectados a su operador mediante una fibra óptica de varios kilómetros —que hoy constituyen dos tercios del arsenal ruso—, no hay otra solución que conducir sin detenerse, a toda velocidad, sobre caminos helados y casi invisibles bajo la nieve; y luego, al llegar al destino, correr a refugiarse en una Posadka, esos extraños bosques sin sotobosque, solo alisos esbeltos, casi desnudos, plantados en la época soviética para fijar, contra los vientos violentos, los suelos fértiles y negros del Donbás.
Aquí no hay tres soldados rusos perdidos, sino cincuenta mineros de la mina cerrada de Pokrovsk, que tienen ocho días y ocho noches para acondicionar una de estas fortificaciones hechas de tierra excavada y levantada, redes metálicas enterradas, embudos excavados en la nieve o conos cuya fabricación es un secreto ucraniano. Ballet de mineros convertidos en leñadores. Procesión de árboles talados lo más lejos posible con sierra eléctrica, luego transportados a hombros. Y, cuando un dron zumba en el cielo, un racimo de troncos más gruesos donde refugiarse alrededor de un fuego alimentado por astillas cortadas a hachazos.
La ingeniosidad de los ucranianos: no puedo evitar pensar en los tres rusos de ayer, enviados a la carnicería como carne de cañón.
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Oleksander Syrsky, comandante en jefe de los ejércitos ucranianos, no ha cambiado desde nuestro último encuentro, hace ocho meses, en el frente de Járkov. Las mismas pómulos altos y afilados. Los mismos ojos risueños, ligeramente rasgados y apenas visibles, hundidos en sus órbitas demacradas. Y la misma apariencia de centurión taciturno, que en principio huye de las entrevistas y solo se siente a gusto aquí, en la improvisada y gélida tienda de mando en las afueras de Pokrovsk, donde nos ha hecho venir.
El vencedor de la batalla de Kyiv y luego libertador de Izium tiene fama de ser un oficial duro, poco cauto con la vida de sus tropas. Pero a mí siempre me ha impresionado más su fraternidad ruda con sus hombres: su manera, cuando lo esperan—como hoy, a diez grados bajo cero, en la nieve, inmóviles en un saludo militar que los convierte en estatuas—de ordenarles sin demora que vengan a resguardarse con él. Y su costumbre de ir de un puesto avanzado a otro, nunca lejos del campo de batalla.
Como siempre, me expone sus necesidades: hoy, si los estadounidenses se retiran, misiles franco-italianos SAMP-T. Luego, como también hace cada vez, me envía un mensaje para el presidente Macron: "Está bien, nuestros pilotos ya están formados, y sus Mirage están operativos y en el cielo".
Y luego… estalla en una gran carcajada que le achina aún más la mirada… Y luego, no puede decirme más. Pero a los derrotistas occidentales que creen que Ucrania está de rodillas, les tiene reservada una sorpresa.
La última vez que lo oí hablar y reír así fue unos días antes de su fulminante ofensiva en la región de Kursk, en Rusia…
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Oksana tiene 21 años. Es menuda. Frágil. Pero con su físico infantil y su larga cabellera pelirroja trenzada en una cola de caballo, es la comandante de una unidad de operadores de drones, todos hombres, que junto con la infantería ucraniana bloquean la ofensiva rusa sobre Pokrovsk.
En la vida civil, es poeta. Sí, poeta. Tiene dos recopilaciones listas para la impresión, solo retrasadas por la guerra. ¿Existe otro país en el mundo, aparte de la tierra de Tarás Shevchenko, donde una joven jefa de guerra, casi una niña, pueda decirte así, sin preámbulos, en una tienda montada en el fondo de un búnker helado donde ha servido té y galletas: "Llevo tres años en la guerra, he comandado una unidad de artillería, he sido gravemente herida y ahora dirijo esta unidad de operadores de drones, pero en el fondo, soy poeta"?
Pero hay algo aún más singular. De repente, baja la voz. Mira hacia otro lado. Regresa. Sus grandes ojos verdes, implacables, ahora están nublados por las lágrimas. Su bonita boca se crispa y solo consigue esbozar una sonrisa torcida.
Tenía un prometido. Se llamaba Maksim. También era poeta. De hecho, así se conocieron. Así, como una pareja de poetas, imaginaban su futuro juntos.
Pero él murió en combate hace apenas unas semanas.
Y ahora, en su vida, todavía tan larga y, sin embargo, tan vacía, solo le quedan dos propósitos.
O más bien, dos misiones.
La defensa de Ucrania.
Y la defensa de la obra de Maksim.

BHL, en el frente del Donbás.
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¿Qué no se ha dicho de la Brigada Anne de Kyiv, equipada por Francia, entrenada por Francia y nombrada por los presidentes Zelenski y Macron, durante el 80 aniversario del Desembarco en las playas de Normandía, en honor a una princesa ucraniana que también fue reina de Francia! Deserciones… Corrupción… Organización defectuosa, por no decir inexistente… Se ha dicho de todo. Y es por eso que decidí ir a verlo. Primero, al norte de Pokrovsk, en la mina desactivada que le sirve de cuartel general, donde desde principios de año reina un oficial sólido, 27 años de carrera, antiguo combatiente de las terribles batallas de Sumy, quien dice con sobriedad: "No faltaba mucho en la brigada; tal vez un director de orquesta; pongamos que yo fui ese; no era tan difícil".
Y luego, más al sur y más cerca del frente, entre los rangos de una unidad de reconocimiento formada por cuatro hombres, un perro y un VAB Renault flamante y encargado de localizar, en la vasta extensión blanca de este terreno desesperadamente plano, las Posadka donde podrán emboscarse los operadores de drones de la noche y del día siguiente: "Toda esta polémica fue muy injusta", se exaltará Dmytro, el jefe de la unidad; "están en la zona más caliente del frente; ¿cómo íbamos a prescindir de un mínimo tiempo de adaptación? Somos humanos, no norcoreanos...".
Mientras tanto, ha encontrado la Posadka perfecta. Detiene el vehículo. Y me muestra cómo, bajo un cielo azul claro, cuando los drones vuelan en escuadra, se les dispara con una ametralladora.
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Pero el gran orgullo de la Brigada Anne de Kyiv son sus cañones Caesar, autopropulsados, montados sobre ruedas y ultra móviles, que son, entre todas las armas que han podido probar, las más precisas y eficaces. Estamos en una misión de inspección con el comandante en jefe de la Brigada, Taras Maksymov. Viajamos una pequeña hora, por caminos de tierra congelada, en un coche común, sin blindaje ni sistema de interferencia, porque los rusos están tan cerca que sería, paradójicamente, el medio más seguro para ser detectados.
Y llegamos, no a una Posadka, sino a un cráter excavado lo suficientemente profundo para que no aparezca —¡y eso!— bajo redes de camuflaje blancas como la nieve, sino solo la boca del cañón. Los hombres nos esperan. Son seis. Fuman y estaban, para matar el tiempo, recitándose poemas. ¡Firmes! Obús en el vástago. Carga de la bolsa de pólvora blanca. Cálculo de la presión del aire y de la velocidad del viento. ¿Todo listo? ¿Está el dron de reconocimiento en su lugar? ¡Fuego! Esperamos uno o dos minutos, para hacer un análisis del dron y asegurarnos de que la posición rusa, al frente, ha sido pulverizada. Y mientras el cañón, ahora ubicado por el enemigo, se pone en marcha para, a unos kilómetros de distancia, llegar a una nueva posición, nosotros también partimos, rápidamente, corriendo entre las ramas secas y desnudas que se enganchan en la ropa y raspan los rostros.
Es probable que la Brigada Anne de Kyiv no siempre haya estado a la altura de la leyenda que la precedía. Pero no ha perdido ni uno solo de los 18 Caesar que Francia le entregó.
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Esta escena debería haberse situado antes en el relato. Pero relato como me viene. Estamos, todavía alrededor de Pokrovsk, en un gigantesco almacén transformado en taller de reparación de tanques y vehículos diversos. Luz débil. Carrocerías de chatarra y óxido. Vehículos medio explotados o, simplemente, desmantelados alrededor de los cuales se afanan mecánicos con las manos enguantadas de grasa, expertos en examinar restos de motores, placas de blindaje intactas o remaches de acero aún funcionales. Y luego todo se detiene.
Porque se han instalado computadoras en ambos extremos del almacén donde los hombres podrán seguir, en directo, el diálogo globalizado de Trump y su presidente.
Al principio, cuando es Zelenski quien habla, los cirujanos de los tanques se alegran porque lo sienten cómodo, buen mensajero de su dolor y de su heroísmo.
Luego, cuando son los dos estadounidenses quienes toman la palabra, cubren su voz, luego lo insultan, no dicen nada, pero en sus rostros se dibuja una mezcla de estupor (tanta vulgaridad...), de pavor (ellos han entendido, en el barro y la sangre, cuánto les es preciada la ayuda extranjera...) pero también de orgullo (este joven presidente que planta cara a los hombres más poderosos del mundo es la imagen misma de esa audacia tranquila y burlona que, en ucraniano, se llama Nakhabstvo y, en yiddish, Chutzpah, y que es, aquí, una de las virtudes más apreciadas).
No sé si sus aliados sabrán estar a la altura del presidente Zelenski. Pero sé que con esta mezcla de ironía, sangre fría y desprecio por la bajeza humana de la que no se ha despojado ni un instante, ha entrado, una vez más, en la leyenda de este siglo.