Corren días de formación de listas y puesta a punto de programas electorales. De sobra sabemos cuáles son los asuntos que van a polarizar la inminente campaña, entre los que se quiera o no (y da la sensación de que más de uno quiere, por lo que le sirve para tapar otros problemas y otras vergüenzas) el culebrón de la secesión catalana se perfila como argumento estelar. Es de temer lo que con esa cuestión pueden llegar a desbarrar, en las próximas semanas, los candidatos puestos en modo mitin. Habrá que soportarlo con resignación, ya que las probabilidades de que alguno de ellos acuda al encuentro del electorado con una solución consistente al problema tienden fatalmente a cero.
Por eso me van a permitir quienes esto lean que, ateniéndome a la máxima que preside este espacio, me haga por un momento lo que soy y elija fijarme en un asunto que diríase que apenas concierne a nadie, que no va a estar desde luego en la primera página de los programas de cara al 20-D, ni será objeto de ninguna proclama mitinera destinada a ser recogida en el telediario de la noche por su potencial para atraer la papeleta de los indecisos: me refiero a la política cultural, o por decirlo de un modo menos formal, a lo que se hace con ese patrimonio que en otros lugares es capítulo primordial de la agenda de gobierno y que aquí apenas ocupa un lugar marginal, a la sombra del fútbol y siempre cediendo frente a los intereses de cualquier otro sector económico; en especial, en los últimos tiempos, los que tienen que ver con el ámbito tecnológico, en el que pese a ello no acertamos a ser más que actores anecdóticos y secundarios.
Quizá sea porque nuestra cultura, a fin de cuentas, se expresa en una lengua irrelevante y de escaso potencial, como es el español, la segunda del mundo por detrás del chino mandarín y por delante del inglés. Será porque de eso, al fin y al cabo, no se come, como bien saben los franceses, o los norteamericanos, cuyos sectores culturales cifran en muchos miles de millones de euros o dólares su aportación al PIB. Será, en definitiva, porque la cultura, con arreglo al concepto hispánico predominante, es algo sin valor que uno puede bajarse de mil sitios por la patilla, que para eso existen imbéciles que aceptan trabajar sin cobrar, porque tienen el vicio o la estúpida necesidad de hacerlo.
Voy a explicar lo que entiendo por política cultural: en modo alguno que a quienes hacemos o intentamos hacer cultura nos subvencionen. No, salvo que sea estrictamente necesario, y a muchos no nos hace falta. Lo único que nos hace falta es que alguien impida que nos sigan expoliando el fruto de nuestro trabajo, como se impide que le roben el género a cualquier tendero; que no se vea la cultura como enemigo al que triturar a impuestos (mientras los de la industria automovilística, tan honrada y benemérita, se bonifican); y que el país en el que vivimos asuma que forma parte del servicio público educar a la población y facilitarle a quien no tiene medios el acceso a la cultura.
Respeto, fiscalidad justa, escuela digna y bibliotecas; eso es todo.
Los dos que gobernaron hasta aquí han demostrado tener otras prioridades. Uno de los nuevos lleva en listas a gente que defiende el expolio cultural como derecho fundamental. El otro promete alguna cosa vaga, desde posiciones iniciales ambiguas. Siendo así, ninguno, lo siento, espere mi voto. Que ya sé que es irrelevante, pero, en una democracia, es todo cuanto tengo.