No es un choque de trenes, por más que se haya extendido esta metáfora, sino una colisión frontal entre la legalidad democrática y un grupo de partidos cada vez más fanatizados y unidos, sólo, en su propósito de romper España. Por ello es crucial que las formaciones constitucionalistas no conviertan sus diferencias en palos en las ruedas del Estado, una vez que el Tribunal Constitucional ha activado el engranaje de su respuesta con más contundencia que nunca desde que Artur Mas inició su huida a ninguna parte.
Por decisión unánime de sus magistrados, y en aplicación de la ley anterior a la reforma que acaba de aprobar el Gobierno, el Tribunal Constitucional no sólo ha suspendido la resolución independentista, sino que se ha dirigido individualmente a Artur Mas, Carme Forcadell y otros 19 altos responsables autonómicos para advertirles de que serán suspendidos y afrontarán responsabilidades penales si aprueban o impulsan cualquier iniciativa tendente a avanzar en la secesión. Es decir, el Alto Tribunal ha marcado la frontera de la legalidad y ahora son los altos cargos del Govern y de la Generalitat quienes deben decidir si continúan haciendo política desde el respeto a las leyes o si se convierten en unos delincuentes.
Pero la contraofensiva del Estado no queda ahí. La Audiencia Nacional ha advertido a las autoridades regionales y locales, a los funcionarios, a los mossos d'esquadra y los particulares que quien proponga o provoque actos para consumar la ruptura con España puede enfrentarse a penas de cárcel. Finalmente, el Ejecutivo estudia cortar el grifo del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA) a la Generalitat si persiste en desobedecer, aunque sin interrumplir el flujo imprescindible para la prestación de servicios básicos como la sanidad.
Tensión en la calle
La maquinaria institucional está bien engrasada, pero la vicepresidenta de la Generalitat ya ha adelantado que no piensa acatar el mandato del Constitucional. La mejor prueba de que el bloque soberanista no va a dar marcha atrás es la decisión adoptada por Junts Pel Sí y la CUP de llevar a la calle su pulso al Estado a través de la plataforma civil ANC, que ya ha convocado una manifestación para el domingo.
A ambos partidos les conviene la tensión. La algarada y el tumulto son el medio natural de la CUP. Y Artur Mas sabe que si tiene una mínima posibilidad de que los antisistema levanten su veto en el Parlament, es borrokizándose. Mientras tanto, gana tiempo para seguir negociando en secreto. Mas ha ofrecido ya convertirse en un presidente marioneta, al mostrarse dispuesto incluso a diluir su poder entre tres vicepresidentes (Junqueras, Romeva y Munté) si es reelegido. Pero la CUP ha vuelto a humillarlo al rechazar esta nueva oferta.
Aunque está claro que la capacidad de hacer concesiones de Mas no tiene límites, no parece que los anticapitalistas vayan a olvidar la corrupción sistematizada en Convergència, cuyo tesorero ha salido de la cárcel tras depositar una fianza de 250.000 euros; ni parece que la capacidad de hacer concesiones de Mas tenga límite. En este sentido, habrá que aguardar a comprobar si los miembros de su gobierno están dispuestos a secundar o no los métodos de la minoría radical.
Preocupación en el Ejército
La situación es muy delicada. No es de extrañar que crezca el malestar entre los mossos y otros funcionarios, ante posibles presiones para desobedecer las leyes, ni que esté cundiendo la preocupación en el Ejército.
La entrega de Mas a la CUP no es nada nuevo. A estas alturas resultaría vano exigirle responsabilidad: si la tuviera, habría dimitido en lugar de pisotear la voluntad de los catalanes, abocando a la Generalitat a una crisis sin precedentes desde 1934. Lo que está claro es que al Estado no puede temblarle el pulso bajo ninguna circunstancia. Hay que recordar que la ilegalización de Batasuna no prendió el País Vasco de violencia, como decían muchos, sino que permitió terminar con ETA, y que Arnaldo Otegi está en prisión por intentar reconstruir el brazo político de ETA sin que a la mayoría de los vascos parezca importarles demasiado. El temor a la aplicación de la ley no es ya una opción ni siquiera para Rajoy.