El terrorismo surge de la pobreza y de la frustración, afirma el Papa en Nairobi. Sí: del adoctrinamiento de los niños, de las carencias educativas y de oportunidades de los jóvenes, y de la miseria de todos.
En pleno y comprometido alboroto internacional, con la seguridad cuestionada en cualquier lugar del mundo, con recientes y dolorosos asesinatos masivos en Túnez, Malí y París, Bergoglio tiene sin embargo la valentía suficiente como para viajar a África a desempeñar su labor. Muchos periodistas ni siquiera le siguen para realizar la suya.
El valor es un gran arma: sorprende a quienes empuñan las de fuego, y desmonta los argumentos enfermizos de quienes utilizan la violencia para aterrorizar a los ciudadanos.
Pero Francisco no siente miedo, al menos no lo tiene de las crueles milicias somalíes de Al Shabab, que en abril mataron a 150 personas en Kenia; le preocupan más los mosquitos keniatas.
Mientras el mundo bombardea Siria e Irak en su encarnizada lucha contra el Estado Islámico, en una cruzada que ya cuenta más de 200.000 muertos y 4 millones de desplazados, con numerosos atacantes, cada uno con su razón y la mayoría con escaso compromiso entre sí, tal vez lo peor que le pueda pasar a uno es reconocerse sirio y verse obligado a escoger entre morir por culpa de los enemigos del Estado Islámico o por culpa de los enemigos de Bashar al Asad.
La única solución sería irse a Europa, incluso caminando, como tantos han hecho, y tener la fortuna de no encontrarte con un muro como el que varios países del este europeo han levantado para, precisamente, evitar que entres en el paraíso, que es lo que representa Europa para cualquiera que viva en Siria.
Los europeos no hemos revelado una solidaridad especialmente admirable con los refugiados que han marchado hacia el oeste, como no la hemos mostrado -¿quién lo hace?- con nadie. Pero una vez que el 13-N ha sacudido nuestros cimientos, los que sostienen nuestras conciencias se han desvanecido también.
David Cameron ya ha advertido que el Reino Unido no es una opción de destino para los refugiados: que busquen otros territorios. No el sueco, porque allí también niegan ayuda a quienes huyen del país que sufre el conflicto más despiadado del mundo; pero allí, al menos, la primera viceministra, Asa Romson, lloró al anunciar el fin de la política de puertas abiertas. Y lloró de verdad.
En realidad, no es cosa de suecos o británicos, de alemanes o españoles: el primer ministro Manuel Valls, desde la angustiada París, afirma que Europa ya no puede acoger a ningún refugiado más.
Una vez que el Papa argentino haya concluido su esforzado trabajo entre las más lúgubres tinieblas centroafricanas, allá donde la prosperidad no se mide como se hace aquí, sería conveniente que viajara por la rica y vieja Europa impartiendo unas cuantas lecciones sobre solidaridad.