Mata a su esposa y después se suicida
El autor analiza los errores del actual modelo de prevención de feminicidios, basado en el supuesto irreal de que el agresor es sensible a la amenaza penal.
Un agente de los Mossos d’Esquadra adscrito a la comisaría de Ciutat Vella y que estaba de baja médica ha asesinado esta mañana de un tiro a Cristina, de 37 años, la mujer con la que había mantenido una relación sentimental hasta hacía muy pocos días. Después se ha disparado en la cabeza con la misma arma.
Es uno de los últimos casos de un fenómeno tan frecuente como extraño en el resto de la criminalidad, incluida la más violenta: el suicidio (consumado o intentado) del varón tras dar muerte a su pareja o expareja. ¿A qué se debe?, ¿qué hay detrás de ese comportamiento?.
Más allá de la (lógica) escasa compasión que despiertan este tipo de comportamientos, frecuentemente acompañados por la reflexión realizada en voz alta: "ojalá se hubiera suicidado antes", la actitud de los feminicidas que se suicidan tras dar muerte a su pareja pone de manifiesto con toda su crudeza los errores del actual modelo de prevención frente a las más graves manifestaciones de la violencia de género.
El perfil del homicida-suicida se aproxima en todos los aspectos mucho más al del suicida que al del homicida
En efecto, con carácter general, el suicidio (consumado o tentado) después de la comisión de un delito grave, entre ellos el homicidio o asesinato dolosos, es un hecho excepcional; un fenómeno extraño, que raras veces acontece (en todo caso inferior al 1%). Sin embargo, ese porcentaje se dispara cuando se trata de feminicidios de pareja.
Según datos recientes, en Estados Unidos es superior al 40% y en España se sitúa en los últimos años entre el 27% y el 32% del total de feminicidios. En consecuencia, puede decirse que uno de cada tres feminicidas se suicida o lo intenta y a ellos aún se añadirían los que manejaron ideas suicidas pero no tuvieron el suficiente valor para gestionarlas.
Hoy sabemos que no se trata de una decisión de homicidio que da lugar a una (posterior) decisión de suicidio, como dos hechos distintos; por el contrario, ambas conductas -homicidio y posterior suicidio- obedecen por lo general a un plan común en cuya ejecución apenas se aprecian rasgos de improvisación. Otro dato a destacar es que el perfil del homicida-suicida se aproxima en todos los aspectos mucho más al del suicida que al del homicida.
A mayor arraigo o dependencia, mayores posibilidades de que el feminicida acabe también con su propia vida
Pero vayamos al principio. La práctica totalidad de los maltratadores de género que llegan al feminicidio han conformado su modelo o esquema vital sobre la base de una relación de dominio y control absoluto de su pareja; en ella utilizan la violencia para reafirmar dicho dominio y, si fuera necesario, restablecer el control. Esa relación de dominio que acompaña a prácticamente todos los feminicidios de pareja era mucho más intensa en los casos en los que el agresor se suicidó.
A mayor arraigo o dependencia, mayores posibilidades de que el feminicida, además de matar, acabe con su propia vida. Ello se constata por ejemplo cuando observamos que la media de edad de los agresores que se quitan la vida es de 54,5 años, casi 10 superior a la media del feminicida no suicida (45 años).
Y, si ya sabemos que el germen del asesinato de la mujer en una relación de pareja se encuentra en la construcción de relaciones de dominio como las descritas, ¿cuál es el principal factor desencadenante? ¿Qué determina que una relación violenta de dominio más o menos larvada conduzca a la ejecución de la muerte de la mujer?
El sistema de protección a las víctimas no tiene en cuenta que el agresor es indiferente a la amenaza penal
Las estadísticas son claras al respecto. La decisión de ruptura (el divorcio o separación) o la amenaza creíble de la misma es hoy, en este tipo de relaciones nocivas, el principal factor de riesgo del feminicidio. Es la solución dramática de la ruptura ni asumida ni soportada por el varón. La pérdida brusca de ese modelo vital (que consideraba blindado) produce una grave alteración psicológica y una absoluta descompensación emocional, que termina con la necesaria eliminación física de la mujer, proceso que de acuerdo al arraigo del modelo puede implicar la ampliación a la propia muerte del agresor.
Hasta aquí hemos visto que casi un tercio de los feminicidas se suicidan o lo intentan, pero ¿cómo se comportan los dos tercios restantes? De nuevo, de modo sorprendente, por alejarse de los perfiles propios de resto de la criminalidad violenta, lejos de huir, se entregan a las autoridades policiales de forma casi sistemática, no muestran ninguna oposición a las duras consecuencias penales previstas por el sistema para su comportamiento.
Todo lo descrito nos permite llegar a una conclusión clave: de un lado, la absoluta falta de motivación de los agresores de género frente a la amenaza penal y sus consecuencias y, de otro, el manifiesto error de enfoque del sistema de protección a las víctimas, basado en la existencia de un sujeto capaz de cambiar su comportamiento ante la amenaza penal.
En estos casos, la única forma de garantizar la integridad física de la mujer es la protección física personal directa
Pero, entonces, si estamos ante un sujeto no motivable por la amenaza penal ¿cómo podemos proteger a la potencial víctima de un feminicidio? ¿Qué podemos hacer frente a un agresor al que le resulta irrelevante todo aquello con lo que el sistema le amenace?
En estos casos, la única forma de garantizar la integridad física de la mujer es la protección física personal directa. Ya se ha hecho en nuestro país frente a otro tipo de potenciales víctimas. No sería una protección temporalmente indefinida, ya que también sabemos que la curva de riesgo empieza a disminuir progresivamente con el transcurso del tiempo.
Sin embargo, lo anterior no es posible si no contamos con un método orientado a la correcta identificación del perfil descrito. La protección física personal sólo es materialmente posible si somos capaces de aislar un número limitado de víctimas en situación de máximo riesgo a las que proteger. Ahora bien, el sistema vigente de valoración del riesgo (formulario VPNR), basado en la respuesta a 16 preguntas que se le hacen a la víctima, no es capaz de identificar en absoluto este tipo de perfiles.
*** Javier G. Fernández Teruelo es catedrático acreditado de Derecho penal en la Universidad de Oviedo y autor del libro 'Análisis de feminicidios de género en España en el período 2000-2015'.