Se entera uno googleando por ahí, fíjate tú qué cosas, de que la que fuera secretaria personal de Joseph Goebbels anda vivita y coleando. Bueno, coleando no, sino haciendo todo aquello que hagan, en su tiempo libre, los vejestorios germánicos y decimonónicos que han rebasado la cifra de los 105 años de edad. Me temo que no hablamos de hiperactividad, precisamente.
Brunhilde Pomsel, así se llama la señorona en cuestión. Ahí está ella, sin complejos, disimulando como malamente puede las sacudidas hiphoperas provocadas por el Alzheimer y dejándose entrevistar, durante la friolera de 30 horas seguidas, por tres jóvenes realizadores para el documental titulado Una vida alemana, que se ha presentado en el festival de cine de Múnich. Parece el argumento de otra de Almodóvar. Pero se trata de la cruda realidad. Y lo que es a mí, el caso de esta Abuelita Paz en modo Permanente Guerra, me tiene fascinado.
“No sabíamos nada; todo era secreto”, dice sobre el mayor crimen cometido por los nazis: el exterminio sistemático y deliberado de la población judía que vivía en Europa. Estoy seguro de que, a estas alturas del set, Brunhilde Pomsel tiene pérdidas de orina. Que es de lo mínimo de lo que algunos ancianos se desprenden cuando ya han rebasado la centena. Sin embargo, lo que sí parece conservar intacta esta yaya campeadora es esa pomposa dignidad negacionista que tan flaco favor hace a sus compatriotas. Será porque el nazismo es como una de esas religiones que exigen a sus creyentes más de lo que razonablemente pueden cumplir.
Esta Brunhilde Pomser es, desde la primera mecha de su marmóreo peinado hasta el último callo de su pie izquierdo, una vetusta contradicción: la de una Alemania que, en vez de pedir perdón de una puñetera vez, se empecina en sobrevivir aferrada a la imagen de un país que prefirió mirar hacia otro lado. “Sé que nadie se lo cree, pero no sabíamos nada”, insiste Brunhilde Pomser en que ella sólo cumplía órdenes, y se queda tan pancha.
Brunhilde Pomser se las da ahora de Siri® para un iPhone incorrupto. Ella también podía enviar mensajes, realizar llamadas, revisar el calendario de Goebbels y pronunciar, correctamente, los nombres Barbra Streisand y Arnold Schwarzenegger, cual almodovariana chica para todo. Iba para inteligencia artificial, aunque analógica, esta Brunhilde Pomser, pero se quedó en quejoso anacronismo dispuesto a revender esa BMW estropeada que los neonazis de la old school denominan, en su defensa, ingenuidad compartida. O sea.