Rodeado de cadáveres me pregunto con rabia si podré volver a caminar alrededor de la Gran Pirámide de Keops, mirar de frente a la esfinge más universal, patear el bullanguero zoco de Jan el-Jalili, navegar por el Nilo en una falúa de gran velamen o perderme por el viejo museo egipcio de El Cairo, sin duda el más fascinante de los museos que hay sobre la Tierra.
Me pregunto también con la misma rabia, y rodeado de más cadáveres, si volveré a entrar en Santa Sofía o en la Mezquita Azul, embarcarme por el Bósforo dando saltos entre Asia y Europa, disfrutar una vez más de las estrellas desde la Torre Gálata o si continuaré hipnotizado por los mil y un misterios del palacio Topkapi de cuando Estambul era conocida como Constantinopla.
El Cairo y Estambul. Pocas ciudades en el mundo tienen la historia, la cultura y la grandeza de estas dos que han vuelto a ser masacradas una vez más este pasado fin de semana en nombre de no se sabe muy bien qué. Ciudades que deberían ser universales y eternas, que no deberían tener dueño ni señor y que sin embargo son utilizadas como habitual campo de batalla por aquellos que prefieren vivir en la ignorancia absoluta y no se atreven a mirar más allá de su peligrosa estulticia.
No hay viajero –entre los que me incluyo– que no haya pisado sus calles o contemplado lo que sólo el paso del tiempo engrandece a fuego lento, que no se haya sentido parte, mínima y ridícula si se quiere, de la Historia de la Humanidad. No hay callejuela que no te lleve a tiempos pasados, olor que no te embriague, música que no te envuelva, murmullo que no te ahogue de emoción ni páginas de la literatura universal que no te hagan desear haber vivido en otro tiempo y en otro lugar.
A los salvajes que las llenan de cadáveres cada poco tiempo solo les falta volarlas por los aires como han hecho recientemente con Palmira, la Venecia del desierto, la antigua Tadmor, la floreciente metrópoli situada en el corazón desértico de Siria y que según la Biblia fue construida por el mismísimo Salomón. Han arrancado de cuajo sus piedras de leyenda y aquellas que no han podido saquear para venderlas las han dinamitado para arrebatárnoslas a todos.
¿Por qué no hacer lo mismo con Keops, Kefrén o Micerinos? ¿Por qué no dinamitar los millones de bloques de piedra caliza que dibujan una de las imágenes más reconocibles de nuestra historia? Si ya lo hicieron con los Budas de Bāmiyān, en Afganistán, por qué no hacerlo con Ramsés II en Abu Simbel o con la Sala Hipóstila del templo de Luxor, o con Santa Sofía o la Mezquita Azul. ¿Por qué no?
Tengo ganas de volver a Estambul y El Cairo. Pasear otra vez por las inmediaciones del estadio del Besiktas, pese a las explosiones del pasado sábado, y entrar nuevamente en la catedral copta que el domingo saltó por los aires. Volver a sentir y a soñar entre sus murallas reales e imaginarias, olvidarme de los cadáveres que de vez en cuando salen a nuestro encuentro. Navegar por el tiempo y el espacio, por el Nilo y por el Cuerno de Oro sin miedo. Sin miedo. Hay que ser más valientes que ellos que no sólo tratan de matarnos sino también de aniquilar nuestra historia.