El rechazo de Donald Trump a la independencia de Cataluña, la detención de quienes queman las fotografías de Felipe VI y la colección de 300 zapatos de doña Letizia acabarán haciendo más daño a la unidad del Estado y a la Monarquía boqueante del rey afónico que el sitio de Barcelona de 1713.
Se puede aducir que la opinión del hombre más poderoso del mundo debe tenerse en cuenta por antipático que resulte el personaje, que las leyes y requerimientos judiciales deben observarse por fatigosos que sean y que los tacones de doña Letizia son el chocolate del loro del fondo de armario del Palacio de la Zarzuela: todos juntos no valen una sola de las escopetas del rey emérito.
Pero también es verdad que, así publicados sucesivamente, estos episodios constituyen una enmienda a la totalidad del statu quo además de una seductora llamada a la insurrección sea cual sea el beneficiario de la estampida. Donald Trump es un personaje grotesco cuyas filias políticas, del tirano Vladimir Putin al asesino en serie Rodrigo Duterte, acaban troquelando alergias razonables cuando no antagonismos furibundos.
No podría pues hallar la unidad de la nación española mejor disolvente ni el secesionismo mejor aliado que el presidente de Estados Unidos, que para más inri ha convertido su nostalgia de turista en el Parque Güell en razonamiento político.
Por lo que refiere al vudú con mechero de los independentistas, no es razonable ni práctico, como se ha visto en la profusión de pirómanos con vocación de mártires del secesionismo, gestionar la quema de retratos de Felipe VI tal que un delito de injurias.
El ultraje a los símbolos, los límites de la libertad de expresión y el "derecho a la irreverencia", que defendió Fernando Savater cuando las viñetas de Mahoma sirvieron de pretexto al terrorismo yihadista, bien valen un debate. Pero resulta contraproducente, además de un gasto innecesario en lecheras y funcionarios judiciales, enardecer la estupidez hasta convertirla en un problema de orden público.
En las historias de la puta mili sobran anécdotas de garitas y cetmes arrestados (esto ha sucedido) por haber servido de último peldaño a reclutas suicidas, sin que a nadie se le ocurra defender la racionalidad de estas medidas extraordinarias amparadas en los procedimientos del Ejército.
Finalmente, los zapatos de lujo de la reina Letizia, además de ser una curiosa fotogalería, obligan a preguntarse qué entiende Felipe VI por austeridad, proximidad, preparación y todo el elenco de amables etiquetas con que periódicos y periodistas saludamos año tras año su esforzado reinado.
En la última encuesta de SocioMétrica sólo uno de cada dos españoles se decantaba por la Monarquía parlamentaria como forma de Estado. Doña Letizia puede calzar tan bien como guste sin necesidad de alimentar la gula republicana con ostentaciones más propias de Imelda Marcos que de una reina moderna, si es que ese binomio es posible.