Cada año, con la inminente vuelta al cole, las mariposas estomacales me visitan. Son mis hijos los que estrenarán lápices, pero yo no puedo evitar, ni quiero, recordar los nervios previos al inicio de mi colegio de la Costa Brava. Fui muy feliz allí: me encantaba pasar todo el día con mis amigas, se me daban bien los estudios y, de alguna manera, era consciente de que aquel paraíso un día terminaría. Cómo me gustaría trasladarles a mis retoños la importancia de lo que están viviendo. Y no me refiero al contenido académico, sino a la cantidad de vida que encierran esos muros.
Exprimidla, chavales, porque es maravillosa y es bella, aunque ahora no lo sepáis.
De un tiempo a esta parte, filosofo mucho sobre la belleza, probablemente porque en la cuarentena, como tantos, sentí la necesidad imperiosa de rodearme de ella: una tetera, lechera a juego, las flores que llegaban por mensajería, pijamas nuevos. Ropa cómoda, pero con rollo. Bien de cremas en piel y pelo. Perfume para mí y velas para la casa. Cuando pudimos salir, paseé hasta el Templo de Debod y fui a ver el Ayuntamiento; pedí hora en la peluquería, en el salón de belleza; me acerqué a desayunar en esa cafetería donde te sirven el té en unas tazas preciosas a juego con los platos, todos diferentes.
Que la belleza no es un lujo, sino una necesidad humana lo he tenido que aprender de mayor, gracias a un encierro horroroso. Ojalá me lo hubieran enseñado mis monjas de Lloret de Mar. Ojalá se lo contaran en el cole a mis hijos, para reforzar mis charlas de madre pesada. La belleza lo es todo, porque la cultura es belleza y la ignorancia no lo es. Y en la distinción entre lo uno y lo otro se encuentra el secreto de la vida y de la felicidad.
Buscar la belleza en la vida cotidiana nos cura de la dejadez y la degradación. Nos ilusiona, nos llena el espíritu, y de todos es sabido que la plenitud es enemiga de la mediocridad. Lo feo es molesto y enervante; nos llama la atención, pero para mal. Los actos bellos originan consecuencias positivas y ya sabemos cómo funciona lo opuesto. No son bonitos la crítica, el cotilleo, la humillación, la violencia, el insulto, la mala educación, los gritos, la suciedad, el caos. Sí, en cambio, la sabiduría, la discreción, la libertad, el respeto, la escucha, la empatía, la solidaridad y la compasión.
Que les enseñen a crear belleza, ya sea en un texto, sobre un lienzo, en una sonrisa, con un taco de plastilina, bailando, cantando, besando, riendo, cocinando. Que generen relaciones bellas. Digámosles a nuestros niños que, ante la duda, escojan lo más hermoso. Que hagan de su entorno un lugar en el que apetezca estar, ya sea su casa, o el mar, o un bosque. La limpieza y el orden son bellos y te aclaran las ideas. Si te rodeas de porquería, pensarás porquería y harás porquería. Y te sentirás porquería, claro. No falla. No hay demasiada distancia entre lo de fuera y lo de dentro. A veces, ninguna.
Que disfruten de la maravilla que es una puesta de sol, una banda sonora de Morricone, "La noche estrellada" de Van Gogh, un campo de girasoles, una cama bien hecha, el olor de las mimosas, las fotografías de Marilyn, el plumaje de un pavo real.
La belleza es remedio, es antídoto, es cuidado y es elegancia. Es convertirnos en lo que queremos ser, en algo que gusta y nos gusta. Es placer y es alegría.
Usemos la belleza como medida de las cosas, como termómetro para saber por donde sí y por donde no, como meta a la que llegar con cada uno de nuestros movimientos.
Todos deberíamos querer ser bellos. Observarnos con perspectiva y discernir si nos gustamos a más no poder. Si cada una de nuestras acciones convierte el mundo en un lugar mejor, más bello. Sabiéndolo nosotros les daremos ejemplo a ellos.