¿Cuántas veces atacó Rajoy personalmente a Iglesias durante las doce horas que duró el todos contra todos parlamentario de esta semana? Ninguna. Ni siquiera se dio por aludido cuando el líder de Podemos rectificó a Sánchez para decir que el PP "sí es un partido corrupto". ¿Y cuántas veces atacó Iglesias personalmente a Rajoy? Ninguna. Como dice uno de los más estrechos colaboradores del Coletas, "entre los dos se ha creado una relación de confianza basada en la sinceridad".
Lo de Andrea Levy y el tal Miguel Vila es pues un enrolle por poderes. Mariano se fía del instinto asesino de Pablo y Pablo se fía del egoísmo político de Mariano. Hacen bien, no hay volatilidad alguna en esas cotizaciones. ¿Cuántas veces se han telefoneado, mensajeado o reunido en secreto? Sin esta clave es imposible entender lo que ha sucedido esta semana en el Congreso y por qué parecemos estar inexorablemente abocados a nuevas elecciones.
La forma simétrica en que ambos, cada uno a su estilo, repartieron estopa inmisericorde contra el Pacto de El Abrazo y la concurrencia final de su voto negativo no sólo corrobora que los extremos se tocan, sino que revela una estrategia común y un calculado reparto de papeles. Rajoy e Iglesias, Iglesias y Rajoy plantearon el debate como si estuvieran jugando las semifinales de la Champions: lo esencial para ellos era erosionar a quien compite en su propio espacio ideológico. Eliminarle para llegar a la final del ansiado cara a cara de los rojos contra los azules.
Por eso Rajoy saltó contra Rivera, aprovechando la bisoñez de Patxi López para vulnerar el reglamento y convertir un turno de aclaración por alusiones en la diatriba del "si usted quiere hacer presidente a Pedro Sánchez, yo no". Por eso Iglesias irrumpió en la pradera socialista con la tea en una mano y la hoz en la otra, declarando la guerra a los castillos del prestigio que ocupan González y otros "oligarcas" de la izquierda.
Es cierto que Rivera había golpeado primero, incitando al PP a desembarazarse de Rajoy por su patente falta de "credibilidad" regeneracionista. Pero, al margen de que vivimos la calcomanía de lo que Rajoy hizo en 2010 con Zapatero y el PSOE, el líder de Ciudadanos no trataba tanto de desgastar al PP como de recuperarlo para la fórmula de la gran coalición con un presidente de consenso.
Cuestión distinta es que el modélico debut parlamentario de Rivera suscitara en gran parte de los diputados, militantes y votantes populares añoradas resonancias tanto de la épica de Adolfo Suárez como del "viaje al centro reformista" de Aznar. El centro-derecha ha descubierto a un líder sin tacha, 25 años más joven y 25 veces más carismático que Rajoy, y eso no tiene vuelta de hoja. De ahí que a Tigelino Hernando y sus pretorianos sólo les quede matarlo.
El líder de Ciudadanos no trataba tanto de desgastar al PP como de recuperarlo para la fórmula de la gran coalición con un presidente de consenso
En cuanto al otro frente, no seré yo quien ponga la mínima objeción de fondo al recordatorio de la "cal viva" que Pablo Iglesias le endiñó al PSOE. Conste al menos como acto de justicia compensatoria frente a tantas amnesias bien retribuidas. Pero que la denuncia de los GAL incluya en el mismo paquete la reivindicación de Otegi y la exaltación de Puig Antich, cuya inicua ejecución no le vuelve menos asesino, produce la inquietud de ver cómo un clavo se arranca con otro clavo.
La conducta del Coletas me recuerda lo que decía en 1920 el que fue primer secretario del PCE Ramón Merino Gracia -luego reconvertido en funcionario del sindicalismo vertical- para justificar las andanadas con que adobó su escisión del PSOE: "Un Partido Comunista tiene que desprestigiar a los socialistas para atraerse a las masas que les siguen". Un siglo después estamos en las mismas.
Hay algo freudiano en que Rajoy comenzara su discurso aludiendo a esas masas pétreas, aburridas y amorfas, que son los Toros de Guisando y en que Iglesias recomendara a Rivera que leyera a Maquiavelo. Debe ser la afición a las series históricas, pues lo primero nos llevaba a Isabel de Castilla y lo segundo a su marido, Fernando de Aragón, uno de los dos espejos en que el autor florentino hace mirarse a su Príncipe.
Rajoy pretendía burlarse de Sánchez y logró que nos fijáramos más en su propia abulia e inmovilismo graníticos. Iglesias trataba de proyectar sobre Rivera los fantasmas que en realidad contonean las oscuridades de su propia figura. ¿A cuál de nuestros cuatro ases de la baraja actuales le preocuparía menos "la fama que da el practicar los vicios sin los que la salvaguardia del Estado es imposible"? ¿Quién carecería de escrúpulos a la hora de "predicar paz y lealtad, siendo total enemigo tanto de la una como de la otra"? ¿Quién estaría más dispuesto "a girar a tenor del viento... no alejándose del bien, si puede, pero sabiendo, entrar en el mal, de necesitarlo"? ¿Quién hubiera sido capaz, en definitiva, de montar los GAL y dormir a pierna suelta?
Rajoy pretendía burlarse de Sánchez y logró que nos fijáramos más en su propia abulia e inmovilismo graníticos
Tengo para mí que la fijación de Iglesias con González encubre trémulas aspiraciones de emulación. Es verdad que quien le fascina es el Duque Valentino, es decir César Borgia, el otro príncipe de El Príncipe, y ahí se inscriben sus gestos desmesurados, su liderazgo histriónico de payaso a la vez que jabalí, su puño en alto y hasta su morreo ante el servicio estenográfico de la cámara. Pero esos gags pueden servir para "asaltar los cielos", nunca para ejercer y conservar el poder. Será entonces, cuando ese anhelado momento llegue, cuando aparecerán Fernando el Católico y de su mano Felipe González, como Tayllerand amarradito a Fouché, "gato blanco, gato negro qué más da...".
Rajoy también pertenecería a ese gremio si no fuera por el esfuerzo que requiere todo maquiavelismo. Sus mayores responsabilidades son por omisión. El estaba ahí en la foto de la "amarga victoria" en el balcón de Genova de hace 20 años, cuando a Aznar se le heló el bigote por la decepción. Él sabía a qué se dedicaban Correa y Álvaro Pérez, entre otras cosas porque le pagaban los viajes y le montaban los actos. Él sabía en qué andaban Lapuerta y Bárcenas, entre otras cosas porque le llevaban sobresueldos ilegales en cajas de puros.
Entre esa imagen de 1996 y el vídeo de las vacaciones en el mar de 2002 que ahora ha difundido EL ESPAÑOL se jodió el aznarismo. Pero Aznar se fue de forma voluntaria, siendo injustamente abucheado. Como se fueron, también de forma voluntaria y también injustamente abucheados, Adolfo Suárez y Zapatero. A González hubo que sacarlo con el agua caliente de las urnas. Todo lo raquítica que se quiera, aquella "amarga victoria" supuso el triunfo de la información sobre el encubrimiento. Llevaba trece años en la Moncloa. Rajoy lleva otro tanto como líder del PP -¡limitación de mandatos también en los partidos!- y ni siquiera se inmuta ante su retahíla de batacazos electorales.
Es el ansia por llegar a toda costa de Iglesias y la pretensión de Rajoy por quedarse como sea lo que les ha convertido en extraños compañeros de cama, en calidad de coproductores de un frentismo impostado. Consiste en volver a envilecer a los españoles, insuflándoles nuevas dosis de resentimiento y mala leche, en otra campaña electoral teledirigida a cara de perro, mientras ellos siguen mandándose mensajitos cariñosos. Como si todos fuéramos marionetas del guiñol catódico que mueven a su servicio dual los que se están forrando en medio de la crisis del periodismo y el sector editorial.
Es el ansia por llegar a toda costa de Iglesias y la pretensión de Rajoy por quedarse como sea lo que les ha convertido en extraños compañeros de cama
No es la primera encrucijada española en la que el inmovilismo y la revolución forman una tenaza contra las fuerzas del cambio razonable. Todos los Episodios Nacionales confluyen en eso. En el Diario de Sesiones hay un pleno antológico, celebrado el 30 de marzo de 1855, en el que O'Donnell y Rios Rosas defendieron la confluencia de moderados y progresistas en la Unión Liberal bajo el fuego graneado de ambos extremos. Pero ellos prevalecieron.
A la salida del hemiciclo, el busto de Julián Besteiro ha lanzado estos días melancólicas miradas de comprensión y simpatía hacia Pedro Sánchez, el hombre que al menos lo ha intentado sin descomponer nunca el gesto. Se ha impuesto sin embargo la aritmética implacable del acuerdo subterráneo entre el PP y Podemos en pos de unas nuevas elecciones y, tal y como auguré hace unas semanas, el carnaval de la política de pactos vive ya su alborotado pero crepuscular entierro de la sardina.
Acerquémonos pues a la Academia de San Fernando y fijémonos en el pequeño e inquietante lienzo de Goya dedicado a la última fiesta pagana que precede a la cuaresma. Cuatro son los protagonistas centrales de El entierro de la sardina: dos jóvenes que bailan acompasadamente con vestidos blancos y maquillados rostros alegres, un monje que les corta el paso y un demonio cornudo que parece recién llegado del último aquelarre y les amenaza por detrás. A estas alturas del artículo nadie tendrá problemas para identificar a cada uno.
¿Y qué tal si embutimos a Tardá en el agresivo personaje que pica en ristre se abalanza desde la izquierda sobre las danzantes y al pleonástico Rufián en el osezno que le flanquea? Más que nada para dejar constancia de que, por mucho que espeten su contundente "¡Nos vamos!", lo último en lo que piensan es en predicar con el ejemplo. Lo que pretenden en cambio, es continuar ahí, empreñando forever con su sueldo y dietas a costa del Estado que denigran. ¿Decís que os vais? Oye, pues adiós. Ya nos contaréis qué tal se vive fuera de España y por lo tanto de Cataluña.
Pero no desparramemos la ironía. Pocos saben que antes de que Goya pintara con sus vivos colores El entierro de la sardina sobre una tabla de caoba desgajada de un mueble, dibujó un boceto lúgubre sobre el mismo tema que anticipa su etapa tenebrista. Sombrías figuras monjiles se apoderaban del centro del grabado asfixiando a la pareja de bailarinas novicias y en el estandarte que domina el conjunto aparecía, fatídica, la palabra "Mortus". Ese espacio es el que ocupa en la versión definitiva el rostro sonriente del Rey Momo, sugiriendo con liberal optimismo galdosiano que mientras hay vida, hay esperanza y que dos meses pueden dar mucho de sí.