Cuando Pablo Iglesias cumpla su propósito, tal y como se lo expuso a Susanna Griso, de leer este verano El primer naufragio, descubrirá entre los personajes fascinantes que pululan por la colmena del París de 1793 a uno por el que no puedo ocultar mis simpatías: el policía Dutard. Se trata de un abogado de provincias, reconvertido en topo del ministro del Interior Garat, cuyos informes denotan un don de observación y análisis que para sí quisieran los mejores reporteros o politólogos.
"Voy a entregarme por entero y sin reserva al estudio de la Revolución", le anuncia a su patrón al iniciar su tarea como espía. "No me limitaré a informaros de lo que haya visto y oído; esa es la mecánica del oficio que un simple lacayo podría cumplir igual de bien que el primer filósofo. Es preciso que enuncie los hechos... pero también que razone a partir de los hechos".
Para abrir boca Dutard le suelta al ministro un latinajo: "Minima circunstantia facti inducit ad maximam diferentiam juris". Y fiel a esa filosofía, según la cual el más nimio detalle puede generar una gran diferencia en la valoración jurídica de los hechos, pasa a contarle un incidente acaecido ante sus ojos en la plaza porticada del Palais Royal, rebautizado por las autoridades revolucionarias como "Palacio Igualdad".
En un momento de máxima afluencia de público a aquel lugar al que los parisinos acudían a mirar y a que les miraran, apareció un jacobino con un perrazo de estampa similar al que llevaba el podemita que el pasado fin de semana agredió a la mesa de Ciudadanos en Vallecas. "Todo el mundo acudió en el instante en que un paseante torpe pisó la cola del perro, el perro ladró y el dueño se puso de su parte", escribió Dutard con fina ironía.
Resultó que el que había pisado sin querer al perro tenía apariencia aristocrática e iba desarmado. El propietario del perro comenzó a insultarle acremente y se "organizó la correspondiente discusión". Dutard le daba una gran importancia al desenlace: "El jacobino tenía un gran sable, el aristócrata no. De entrada el aristócrata mostró aplomo, después palideció y después se disculpó. He visto cien veces escenas como estas. Si hubiera vivido Capeto -el recién guillotinado Luis XVI- al jacobino lo habrían molido a palos o por lo menos echado de allí".
Para Dutard lo importante no era la desproporción entre la ofensa y la respuesta -siempre hay un motivo o pretexto para el resentimiento social- sino la dinámica subsiguiente que acreditaba la capacidad de intimidación de la minoría militante sobre la mayoría pasiva. Por eso el análisis del policía tiraba por elevación: "¿Por qué, me diréis, una decena de jacobinos ha amedrentado a doscientos o trescientos aristócratas? Porque los primeros tienen un lugar de reunión -el club de la contigua calle Saint Honoré- y los otros no lo tienen. Y porque los aristócratas están divididos entre ellos".
Para Dutard lo importante no era la desproporción entre la ofensa y la respuesta sino la dinámica subsiguiente que acreditaba la capacidad de intimidación de la minoría militante sobre la mayoría pasiva
Al margen de que, como puede deducirse por la correlación numérica, Dutard tomaba prestada la perspectiva de los "sans culottes" y hablaba de "aristócratas" como sinónimo de burgueses, lo cierto es que, como él mismo iría descubriendo, había otro factor determinante de que los más radicales fueran imponiendo su ley en la vida cotidiana parisina durante los meses previos al Terror. Me refiero a los agentes provocadores que a sueldo de potencias extranjeras o de tramas monárquicas, como la que manejaba en la sombra el enigmático y escurridizo baron de Batz, apostaban al cuanto peor mejor para exacerbar el proceso revolucionario, inocular el fantasma del miedo y arrojar a los moderados e indecisos en brazos de la involución.
Desde el principio de la Revolución, la Corte había jugado a eso, financiando con fondos secretos a grandes oradores de la Asamblea Constituyente como Mirabeau o líderes populares como Danton. Pero el descubrimiento de los secretos del llamado "armario de hierro" de Luis XVI no sólo supuso un shock para los revolucionarios -los restos de Mirabeau fueron extraídos del Panteón como signo de infamia- sino que marcó la fatal suerte del Rey corruptor.
Los monárquicos no aprendieron sin embargo la lección y siguieron apostando por intentar controlar la Revolución desde dentro. Por mi libro deambulan especímenes tan genuinos del género agente provocador como el grande de España Andrés María Guzmán, rebautizado como Don Tocsinos por haber hecho sonar la campana -el tocsín- que desencadenó el golpe de Estado, disfrazado de insurrección popular, contra los diputados moderados, mal llamados "girondinos".
Todo obedeció a la misma pauta que este domingo resume Rosa Díez en su entrevista con EL ESPAÑOL cuando dice que el PP ha estado potenciando a Podemos para perjudicar al PSOE y luego "se les ha ido de las manos". No quiero decir con esto que ni el perro jacobino del Palais Royal ni el "perro socialdemócrata" de Vallecas -Rivera dixit- fueran agentes provocadores pero sí que, como símbolo de la intimidación política, servían a dos amos a la vez: al que está dispuesto a azuzarles para que muerdan y al que se ofrece como protector de los que temen ser mordidos.
Lo que más me impresionó de la coacción contra los activistas del partido naranja fue que tuvieran que alegar para protegerse que eran "gente más bien de izquierdas", lo que implica que hay lugares en los que el masaje mediático sobre la indignidad ontológica de ser de centro o de derechas ha calado ya tanto en la sociabilidad urbana como, en sentido inverso, ocurría al comienzo de la transición en la "zona nacional" del barrio de Salamanca.
Lo que más me impresionó de la coacción contra los activistas del partido naranja fue que tuvieran que alegar para protegerse que eran "gente más bien de izquierdas"
Es el fruto de la abdicación ética de un gobernante manchado por la corrupción como Rajoy que, a falta de atributos positivos o propuestas ilusionantes, trata de movilizar a los electores con la única palanca del miedo al monstruo que aún cree tener bajo control. Esa es la clave de que, como pudo verse en el debate del lunes, ni siquiera esté escenificando la confrontación con Pablo Iglesias. El temor a Podemos está ya lo suficientemente arraigado en el subconsciente colectivo de la España conservadora o simplemente moderada como para que Rajoy no necesite activar más ese resorte. Los dichos y hechos de los pintorescos paladines morados en los ayuntamientos y en el propio Congreso de los Diputados, el tenor de su programa económico y la alta intención de voto que les otorgan los sondeos, se bastan y se sobran para alimentar el juego de "o susto o muerte".
Si Rajoy no atacó a Iglesias fue para ayudarle a ganar a Sánchez la batalla del sorpasso y poder dedicarse a su vez a lo único que le importa: presentar a Rivera como compañero de viaje de la izquierda. Todo un alarde de hipocresía si tenemos en cuenta que es el propio presidente quien ha pretendido en vano pactar con los socialistas y quien sigue cifrando sus expectativas de seguir en la Moncloa en un acuerdo con un PSOE debilitado por el fracaso.
Rivera es sin duda quien está haciendo la mejor campaña, golpeando a derecha e izquierda como es propio de todo buen liberal, argumentando que la única forma de hacer frente al populismo con eficacia es regenerando la vida política, tanto en sus normas como en su praxis, y defendiendo los pactos como esencia del parlamentarismo.
Frente a esa dinámica que le expulsaría del poder por todo lo que implican sus SMS a Bárcenas -344.000€ en sobresueldos ilegales incluidos, como bien recordó Rivera-, Rajoy se aferra a la imaginaria regla de la lista más votada. Pero es muy fácil ponerle en evidencia.
Rivera es sin duda quien está haciendo la mejor campaña, golpeando a derecha e izquierda como es propio de todo buen liberal
Lo hizo un embajador centroeuropeo durante el almuerzo al que me invitaron como ponente el pasado martes los representantes diplomáticos de los 24 países de la UE. El ambiente era de preocupación y pesimismo por el auge por doquier de la demagogia populista y antieuropea. Era como si se presintiera que la irresponsable consulta sobre el brexit pudiera contribuir a engendrar tragedias como la que dos días después se cernió sobre la admirable diputada Jo Cox. En ese contexto el embajador aludido me planteó su desafío: "Pregúntele usted públicamente a Rajoy si en el caso de que Podemos obtuviera un voto más que el PP, seguiría defendiendo que gobernara la lista más votada".
Es obvio que el aún líder del PP no contestará porque una respuesta negativa le pondría en evidencia y una afirmativa desacreditaría su inteligencia, patriotismo y sentido de Estado. Por supuesto que tendría sentido formar una coalición entre fuerzas constitucionalistas que impidiera un gobierno de Podemos, aunque fuera la lista más votada. Es más, creo que llevamos camino de verlo, bien porque suceda el 26-J o, más probablemente, porque, tras otra pírrica victoria, Rajoy siga enrocado en la Moncloa y, al cabo de un gobierno débil y breve, la oposición podemita se imponga en las urnas dentro de uno o dos años.
Pero al egoísta Rajoy sólo le importa el prurito de no convertirse en el único presidente electo de la democracia incapaz de lograr un segundo mandato. Al servicio de esa estrategia juega su partida de las siete y media, alentando el auge de Podemos. Como no quiere quedarse corto, corre el riesgo de pasarse y en ese sentido el coche oficial del número dos de Soraya al que se subió la jefa de gabinete y mucho más de Pablo Iglesias no es una anécdota sino una metáfora. En uno de los merodeos de EL ESPAÑOL dijimos que habíamos pasado del 'Pacto de El Abrazo' al pacto del cochazo. Pero lo exacto sería decir que estamos ya en el pacto del perrazo.