Con sus marchas convergentes “por la libertad”, los líderes separatistas catalanes han tratado de emular a los “freedom riders” de los sesenta, para intentar homologarse, una vez más, al Movimiento por los Derechos Civiles que combatió la segregación racial en los Estados Unidos.
Ha querido, sin embargo, el destino que mientras Torra se ponía el miércoles al frente de una de esas columnas, estuviéramos viendo en el Lincoln Center de Nueva York una de las obras de la temporada, The Great Society, dedicada a la reconstrucción de aquellos acontecimientos, mediante las técnicas del teatro-documento.
Cualquiera que trate de bucear con rigor en el fondo del debate, llegará a la misma conclusión que yo. Aunque Martin Luther King, Ralph Albernathy o Stokely Carmichael aparecen en escena, liderando marchas reivindicativas, con una dinámica similar a la que desarrollan los dirigentes separatistas, no es con ellos con los que cabe asimilar a Puigdemont, Junqueras o al propio Torra, sino con los políticos supremacistas blancos que negaban la igualdad constitucional de todos los norteamericanos.
Concretamente, su modelo estereotípico sería George Wallace, el gobernador de Alabama que, al jurar su cargo, pisando sobre la misma estrella desde la que Jefferson Davis proclamó la independencia de los Estados del Sur, prometió “segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre”. O sea, privilegios para la parte más rica de la sociedad, a costa de la más pobre.
Esa misma es la pretensión de los separatistas al tratar de “segregar” a Cataluña de Andalucía, Extremadura o las Castillas. Un profundo ejercicio de insolidaridad, revestido, como en el caso de los políticos sudistas, del hipócrita ropaje de las antiguas libertades y el derecho a decidir.
The Great Society, escrita por el premio Pulitzer Robert Schenkkan es la reconstrucción del mandato presidencial de Lyndon B. Johnson desde que, como inesperado sustituto de Kennedy, ganó las elecciones del 64, hasta que, en una decisión con muy pocos precedentes, renunció a optar por un segundo mandato en el 68.
La función le retrata fielmente como lo que fue: un político pragmático y maniobrero, capaz de lo peor y de lo mejor, de manera simultánea, no en función de principios ideológicos, sino de equilibrios de poder. No en vano LBJ comienza comparando la actitud del gobernante, a la de la estrella del rodeo que pasa las de Caín, a lomos de un toro salvaje, por la mera y efímera satisfacción de no ser descabalgado de la montura.
"Lyndon Johnson fue un político pragmático y maniobrero, capaz de lo peor y de lo mejor, de manera simultánea"
Lo peor del mandato de LBJ fue -ya lo conocemos- la escalada de la implicación en la guerra de Vietnam que disparó la cifra de norteamericanos muertos en combate, desde los centenares de la etapa de Kennedy hasta los casi 40.000 de su cuatrienio, incluido, como se ve en la función, el hijo de su propia secretaria.
Mucho menos conocida es la parte positiva del legado de esa administración, emparedada entre la tragedia y el glamour kennedianos y las trampas de los años de Nixon que desembocaron en el drama de Watergate. Me refiero a su astuta beligerancia en favor de los derechos civiles de los negros, como parte de la “Gran Sociedad” que LBJ deseaba promover, desde una visión intervencionista y, en cierto modo paternalista, heredera del “New Deal” de Roosvelt.
Johnson, forjado en la política clientelar y el toma y daca de los pactos en el Senado, era por encima de todo un componedor. Por eso trató de mediar entre el movimiento de Luther King y los segregacionistas como Wallace, lo que le generó a menudo el repudio acerbo de ambos bandos. Pese a todas las distancias culturales que les separan, no es difícil encontrar en el personaje similitudes con el enfoque de Sánchez sobre la cuestión catalana, especialmente cuando se le ve intentando apurar los márgenes del diálogo y revistiendo, incluso, de un impostado pactismo la aplicación extrema de la ley.
El pulso entre Johnson y Wallace se parece en un aspecto esencial al de Sánchez y Torra: en ambos casos estamos ante la resistencia a cumplir la legalidad constitucional, por parte de quien es el máximo representante institucional en el territorio, ya sea Cataluña o Alabama. Y, en ambos casos, un largo tira y afloja, trenzado de ambigüedades, claudicaciones y sobrentendidos alcanza su punto de no retorno en una cuestión de orden público: el papel de los Mossos, o sea el de la Guardia Nacional del Estado de Alabama, cuando el reyezuelo local estimula la violencia que tiene la obligación de reprimir.
La obra de teatro reconstruye con rigor histórico la complicidad entre la policía dependiente de Wallace y los grupos de supremacistas paramilitares que trataban de impedir a los seguidores de Luther King, incluidos los “negros blancos” -traidores a la causa, “botiflers” en la Cataluña actual- que cruzaran el mítico puente de Selma que les separaba de la capital del Estado.
En medio de esas vicisitudes, emerge, por cierto, un rasgo de la conducta del líder del Movimiento por los Derechos Civiles que debería bastar por si solo para que los separatistas catalanes nunca más osen usurpar su memoria: el estricto respeto a las resoluciones judiciales. Cuando un juez no les autoriza a cruzar el puente, Luther King ordena a los suyos darse la vuelta; cuando otro juez, de rango superior, avala su derecho a hacerlo, exige a Johnson que la fuerza pública les proteja.
"Para el inquilino de la Casa Blanca llega la hora de la verdad, como está llegando para el de la Moncloa"
Para el inquilino de la Casa Blanca llega la hora de la verdad, como está llegando para el de la Moncloa. Lo que ocurrió queda reflejado en las tensas conversaciones telefónica grabadas entre Johnson y Wallace. El autor de The Great Society ha teatralizado la situación, al convertirla en un cara a cara, de pillo a pillo, delante de la prensa.
Johnson anuncia que han llegado a un acuerdo por el que la policía de Alabama protegerá a los manifestantes. Wallace matiza que sólo hará “lo que pueda” porque carece de recursos económicos para ello. Johnson se da cuenta de que el gobernador trata de escabullirse y dejarle colgado de una palabrería vana y entonces declara que, a la vista de su “loable sentido de la responsabilidad financiera”, y a pesar de que era “muy reacio” a ello, ha decidido “acceder” a la “petición personal” del gobernador de poner a la Guardia Nacional de Alabama bajo control federal.
Wallace no tuvo otro remedio que rendir su espada pues no le quedaba más alternativa que declararse en rebeldía frente a la autoridad presidencial, algo que ningún mandatario osaría hacer en los Estados Unidos. Luther King y sus seguidores cruzaron el puente de Selma y llevaron su protesta ante la puerta misma del palacio del gobernador en Montgomery. Johnson pronunció entonces, ante el Congreso, el más importante discurso de su mandato, proclamando que “el verdadero héroe de estas protestas es el negro norteamericano... que ha despertado la conciencia de la Nación” y haciendo suyo el lema del “we shall overcome”.
De momento el pulso entre Sánchez y Torra continúa estancado en esa fase previa en la que el presidente del Gobierno ha exigido al de la Generalitat que condene la violencia desencadenada en las calles de Barcelona y este lo ha hecho arrastrando los pies. Al atribuir la responsabilidad a “infiltrados” y “provocadores”, Torra está, en el fondo, sugiriendo que son las socorridas cloacas del Estado las que promueven la escalada de vandalismo para desacreditar a los separatistas. Algo así como si Wallace hubiera alegado que quienes apaleaban a los negros eran sus propios simpatizantes, para darles más bazas ante la opinión pública.
El punto de no retorno llegará el día que los Mossos, atrapados entre sus obligaciones legales frente a la rampante orgía de violencia callejera y el control inquisitorial que sobre cada uno de sus porrazos ejercen sus mandos políticos, se vean desbordados por los acontecimientos. Sánchez tendrá que dar entonces el paso que dio Johnson y aplicar la Ley de Seguridad Nacional, como reclama Casado, o directamente el 155 como exige Rivera.
De igual manera que un racista como Wallace no podía estar al frente de la Guardia Nacional encargada de proteger a los ciudadanos contestatarios a sus fobias, un supremacista como Torra, que echa diariamente la leña del odio a España a la hoguera de los disturbios, no debería seguir al mando de los Mossos que tienen el cometido de apagarla. Un Estado digno de tal nombre no puede consentir que haya mujeres agredidas por la calle por el mero hecho de llevar o exhibir la bandera constitucional.
"Torra sugiere que las cloacas del Estado promueven la escalada de vandalismo para desacreditar a los separatistas"
Las dos horas y media de representación de The Great Society dejan tras de sí un amargo sabor a cilantro. Los ambiciosos proyectos de Johnson de mejorar la vida de las clases humildes, mediante grandes inversiones en educación, sanidad y protección social naufragaron en el acantilado de los drásticos recortes presupuestarios derivados de la financiación de la guerra de Vietnam. Una vez más, la ruta hacia el infierno aparece pavimentada de buenas intenciones y la figura de Johnson queda trágicamente engullida en el torbellino de sus errores y la incomprensión de sus contemporáneos.
Pero eso no es óbice para que, medio siglo después, siga brillando su beligerancia en favor de los derechos civiles, por muy tortuosos que fueran los caminos que le llevaron a ella. Johnson no es mejor que Wallace por su forma de concebir y ejercer la política, pero sí por la causa que abraza. El espectador llega a la conclusión de que tampoco el gobernador de Alabama cree lo que dice, pero al menos el presidente sirve a un objetivo noble.
El racismo de Wallace no era, como en el caso de los líderes separatistas catalanes, sino una retroalimentación populista de los prejuicios de sus electores. Él mejor que nadie sabía que sus pretensiones de impedir la aplicación de la legalidad tenían un límite y estaban condenadas al fracaso. Es imposible que, como alega el Tribunal Supremo, en uno de los pasajes clave de su sentencia, los líderes del procés no fueran igualmente conscientes de la inviabilidad y esterilidad de su proyecto.
Eso acrecienta aún más la gravedad de su conducta en términos políticos, pues es el más oportunista de los cinismos, el de la huida hacia delante con fines clientelares, el que adereza su irresponsabilidad. Cuestión distinta es el debate sobre la tipificación penal, en la medida en que lo que viene a alegar la sentencia, al descartar la rebelión, es que no trataron de crear un Estado independiente porque sabían que no estaba ni remotamente a su alcance conseguirlo.
Yo añadiría un matiz importante, en forma de rebus sic stantibus. No estaba ni remotamente a su alcance... por el momento. Pero el fin último seguía siendo ese.
Una de las últimas escenas de The Great Society, la conmovedora confesión de Johnson a Lady Bird explicándole que no tiene ya fuerzas para seguir luchando, ilustra a la perfección esa dualidad. Quien sólo cuatro años antes albergaba el sueño de dejar un gran legado para la posteridad se siente ahora “como un viejo ciervo atacado por una manada de lobos”.
Johnson describe la técnica de los agresores. Mientras él sea capaz de mover los cuernos para defenderse, ninguno se lanzará a su yugular. Se limitarán a clavar sus colmillos en sus piernas para que vaya desangrándose. Luego, a medida que la debilidad haga mella en él, le morderán en la tripa y devorarán sus intestinos. Sólo al final le matarán.
El Tribunal Supremo ha tenido que juzgar y sentenciar los hechos acaecidos hasta ahora. La duda que impregna el debate jurídico y político es si el castigo a esas primeras dentelladas, destinadas solamente a herir y no a matar, será lo suficientemente disuasorio como para que la jauría no reanude dentro de nada su tarea.