A caballo entre la página 177 y la página 178 del libro Un ciudadano libre, su autor, Albert Rivera afirma: "Había quedado claro que podíamos aventajar a los populares, como acababa de suceder en Madrid, Andalucía, Baleares, Aragón o Cataluña y, por tanto, superar a una de las formaciones que han definido el bipartidismo de este país durante cuarenta años. En mayo de 2019, las encuestas ya nos situaban por delante de los populares en intención de voto nacional".
Pero en la página 179, cuatro párrafos después, añade: "Aunque fuera perjudicial para el país, para Sánchez y sus asesores el mejor escenario pasaba por la repetición electoral. Ciudadanos , como les suele pasar a los partidos de centro en una doble vuelta, y en un país tan polarizado, probablemente se hundiría. Al PP no le iba mal la repetición, porque difícilmente sacarían un resultado peor que el de abril, y lo lógico era que una buena parte de los votantes que se habían fugado a Ciudadanos volviera al partido conservador".
Imagino la perplejidad con que un historiador o estudioso del periodo que incluye las elecciones generales del 28 de abril de 2019 en las que Ciudadanos sacó 57 escaños y las elecciones generales del 10 de noviembre en las que sacó 10, leerá estos dos pasajes tan contiguos y contradictorios.
¿Cómo es posible que si Ciudadanos estaba subido en esa cresta de la ola, había alcanzado ese mágico momentum, fruto de un sorpasso parcial al PP, que ya era general en las encuestas, y se había erigido, como dice el propio Rivera, en "competidor directo del PSOE", su entonces líder se presente como víctima de una repetición electoral en la que “probablemente se hundiría”?
Desde luego, la premisa de que eso es lo que "les suele pasar a los partidos de centro en una doble vuelta" les sonará a excusa de mal pagador. Al margen de que lo que hubo en España no fue una segunda vuelta, con sólo dos opciones, ni la experiencia histórica -Giscard, Macron- ni, menos aún, la lógica política avalan el argumento.
Si hubiera sido cierto que Ciudadanos estaba en plena trayectoria ascendente y el PP en caída libre, y uno y otro hubieran mantenido la continuidad en su deriva, a quien más le habría convenido la repetición electoral era al que llegaba por detrás a pleno galope.
El problema es que en el intervalo tuvieron lugar las elecciones municipales y autonómicas del 26 de mayo y Ciudadanos volvió a ser rebasado por el PP en todos esos feudos que Rivera menciona y no logró sobrepasarle en ningún otro. ¿Por qué escamotea el ex líder de Ciudadanos ese elemento clave, en ese pasaje del libro, al margen del desorden narrativo que caracteriza a la obra?
Probablemente porque de todas las muchas trampas en el solitario que se hace Rivera es la más encaminada a camuflar el incomprensible error político que, a costa del interés de sus votantes en particular y de los españoles en general, supuso mantener en junio, julio y agosto la estrategia de esas primeras cuatro semanas posteriores al 28-A.
Su negativa a negociar un gobierno de coalición, un pacto de legislatura o tan siquiera un acuerdo de investidura con Sánchez, cuando juntos sumaban 180 escaños, podía entenderse mientras mantenía la expectativa de superar al PP en las municipales. Esa fue, en sentido figurado, la verdadera "segunda vuelta". Pero carecía de la menor justificación una vez que, teóricamente concluido el ciclo electoral, los votantes habían mantenido a Ciudadanos en el rol determinante, por su decisiva utilidad, de partido bisagra, regulador o moderador.
En muchos municipios y autonomías podía pactar con el PP o con el PSOE. En el Congreso de los Diputados sólo sumaba con el PSOE pero, como la mujer de Lot, se quedó inmóvil mirando al pasado de la campaña electoral, y se convirtió en frágil estatua de sal, aventada por el primer vendaval del otoño.
En el intervalo tuvieron lugar las municipales y autonómicas y Cs volvió a ser rebasado por el PP en todos esos feudos
No hay enigma mayor en la política contemporánea que el de por qué Rivera desatendió todas las voces de la razón y actuó entonces de manera tan contraria a su propia conveniencia, hasta desembocar en el mayor hundimiento de un partido, jamás consumado en tan corto espacio de tiempo.
Si alguien esperaba ver resuelto ese enigma en lo que, a la postre, después de tanta expectación, de tantos meses de presunta maceración, ha resultado ser un libro deslavazado, superficial y sobre todo pueril, significativamente pueril, quedará desde luego decepcionado.
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Mi abierta simpatía por las ideas que Rivera abanderó durante su meritoria y esforzada carrera política refrena la decepción. Pero donde yo veo contumacia en el autoengaño, otros percibirán una mentira sistemática sobre lo que sucedió.
El propio texto pone en evidencia una y otra vez al autor. Así cuando asegura que "Sánchez es capaz de cualquier cosa para lograr sus fines" (pag. 141) y sostiene después que "Sánchez y su entorno habían trazado una estrategia desde principios del verano para ir a segundas elecciones" (pag. 180). Nadie con esa concepción utilitarista de la política se la vuelve a jugar, después de ganar con claridad una vez, a menos que se le cierren todas las puertas para ser investido.
Así cuando se escuda en que "toda España escuchó aquel "¡con Rivera no!" dirigido a Pedro Sánchez desde la calle Ferraz" (pag. 177), pero omite relacionarlo con la campaña frontal contra el PSOE que él mismo acababa de liderar.
Así cuando alega que "los socialistas nunca nos ofrecieron la posibilidad de negociar nada, ni siquiera en las dos reuniones que tuve con Sánchez en Moncloa en esas semanas" (pag. 178), pero omite que, en fecha tan temprana como el 26 de junio, cuando ni siquiera se había cerrado el crucial pacto de gobierno en Navarra, fue él quien, en una actitud despectiva sin precedentes, se negó a acudir por tercera vez a la llamada del presidente.
Así cuando subraya reiteradamente "la determinación de Sánchez de gobernar con Podemos y de pactar con los separatistas" porque "quería aliarse con los populistas... y los que siguen queriendo liquidar España" (pag. 175), pero omite que se negó a aceptar sus exigencias en su fallida sesión de investidura de finales de agosto. Ese fiasco, y no un cálculo premeditado "desde principios del verano", fue lo que precipitó la repetición electoral.
Así cuando subraya la contradicción de que Sánchez, "delante de toda España había declarado que 'no dormiría tranquilo' dejando ministerios en manos de Podemos... y lo hizo" (pag. 182), pero omite el hecho de que, una vez descartada por el PP tanto la gran coalición como la abstención en la investidura -tal y como yo propugnaba-, esa era la única fórmula aritméticamente posible de formar Gobierno, toda vez que Ciudadanos había vuelto a la irrelevancia, en la que había hibernado el centro político durante 37 años.
Volvemos por lo tanto al misterio irresuelto. ¿Cómo es posible que quien afirma enfáticamente "ahora se impone la cultura del pacto y los líderes políticos deben estar a la altura" (pag. 169) dejara escapar esa ocasión, que difícilmente volveremos a ver las actuales generaciones, de configurar un gobierno constitucionalista y europeísta de centro izquierda?
Es desde luego falso de toda falsedad que "los socialistas nunca nos ofrecieron la posibilidad de negociar nada", cuando Ábalos escribió, a primeros de junio, en un folio en blanco las palabras “Cataluña”, “Navarra” y “fiscalidad” y puso además sobre la mesa a Villegas las alcaldías de Madrid, Murcia, Cartagena y varias capitales de las dos Castillas. Incluso se mostró abierto a entregarle el Gobierno de Aragón.
E insisto en que, en aquel momento, María Chivite había sido informada de que la Ejecutiva Federal vetaría el pacto del PSN con Geroa Bai y Bildu. Hasta tal extremo esa era la orientación de Sánchez que Félix Bolaños había llegado a redactar el correspondiente requerimiento que, de no ser atendido, hubiera desembocado en el nombramiento de una gestora.
Es desde luego falso de toda falsedad que "los socialistas nunca nos ofrecieron la posibilidad de negociar nada"
No. Si Albert Rivera hubiera estado a la altura de las circunstancias, en la comunidad foral mandaría hoy Navarra Suma, el separatismo catalán carecería de fuerza determinante, la subida de impuestos y la contrarreforma laboral no penderían como una espada de Damocles sobre nosotros, la estabilidad de la legislatura estaría garantizada, habría una mayoría clara para adoptar medidas contra la pandemia, Vox seguiría relegado a la marginalidad, Felipe VI no estaría siendo sometido a acoso y derribo desde dentro del Gobierno y el vicepresidente sería él y no Pablo Iglesias. Sólo la vaca que propinó una patada al quinqué que provocó el gran incendio de Chicago causó tanto daño involuntario.
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¿Qué es lo que falló? Falló él y falló porque era un político mucho más banal e inconsistente, un hombre de mucha menor preparación y densidad de lo que muchos habíamos creído. Quizá porque habíamos querido creerlo. Porque un hombre como el que pensábamos que era o podía llegar a ser, era necesario.
Hace un año escribí, domingo tras domingo, que Albert Rivera se estaba equivocando. Ahora entono el mea culpa pues la levedad de este librito me ha terminado de convencer que el equivocado respecto a su talla política era yo.
La apoteosis del despropósito llega cuando, refiriéndose a su confusa oferta triangular en el tiempo de descuento, pontifica que "es evidente que levantar la bandera blanca del pacto con PSOE y PP en un país atrincherado, me costó la muerte política" (pag. 181).
No. Lo que le costó la muerte política fue precisamente no levantar esa "bandera blanca" cuando el tiempo de la confrontación electoral había dado paso al de la negociación parlamentaria y, además del bello trapo, resultaba que un líder centrista, ¡oh milagro!, tenía también el mástil en la mano.
Desde el punto de vista dialéctico, resulta patético que alguien que ganaba competiciones de debate reconozca como "error" que "deberíamos haber dejado en evidencia con anterioridad, ante la opinión pública que el presidente en funciones no quería ningún acuerdo con nosotros" (pag. 181). ¿Y si lo que hubiera quedado “en evidencia” es que, con tal de gobernar, Sánchez no le hubiera hecho el menor asco a repetir con 180 escaños un nuevo “pacto del abrazo”, como el que cerró en 2016 con sólo 130?
Dar por cierto el resultado de un partido que te has negado a disputar es intelectualmente impresentable. Máxime cuando tu principal apoyatura para ese análisis determinista es la profecía autocumplida de todo lo que sucedió después, cuando a Sánchez se le cerró esa cómoda avenida y tuvo que emprender el tortuoso camino en el que tan dañina está resultando su determinación de permanecer en el poder, apoyándose en los indeseables únicos aliados posibles.
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Tras leer este ingrávido testamento político que flota sobre nuestra desoladora oscuridad, cual último fuego fatuo de un suicida, nos quedamos como estábamos. En el convencimiento de que la ambición política y el cálculo erróneo impulsaron a Rivera a tratar de erigirse en líder de la oposición en esta legislatura, para llegar a la Moncloa a la siguiente; en la constatación de que la paradójica falta de calidad democrática, en el debate interno, de un partido regeneracionista arrastró a toda la organización a perseverar en el dislate, cuando la realidad había desbaratado esa hoja de ruta; y en el misterio de por qué alguien con tanta vocación política y supuesto instinto de supervivencia tardó tres meses en darse cuenta de que estaba caminando hacia el abismo.
Un alto dirigente de Ciudadanos me contaba, no hace mucho, que en aquel agosto del año pasado, en el que todo pendía aún de un hilo, ni siquiera José Manuel Villegas, el único hombre al que el líder preguntaba constantemente "¿cómo lo ves?" (pag. 91), supo durante días y días donde estaba Albert Rivera.
Las tópicas apelaciones al “factor humano” o, más concretamente, al “cherchez la femme” han sobrevolado desde entonces las cábalas de todos aquellos con los que Rivera interrumpió brusca y maleducamente cualquier comunicación, cuando le advertimos de su descomunal error. Es cierto que los hechos coincidieron con la época en la que rompió con su anterior pareja, inició una nueva relación y cambió de entorno personal. Pero nada de eso, aunque llevara implícita una comprensible propensión coyuntural al escapismo, explica su trágica incomparecencia a la que era su gran cita con la Historia.
Tras leer este ingrávido testamento político que flota sobre nuestra desoladora oscuridad, cual último fuego fatuo de un suicida, nos quedamos como estábamos
Es la propia insignificancia de este libro la que, sin embargo, nos da alguna pista más. ¿Cómo valorar el criterio de alguien que una y otra vez alardea del pacto que permitió investir a Rajoy en 2016, fingiendo ignorar el sistemático incumplimiento posterior de las seis condiciones impuestas por Ciudadanos?
¿Cómo catalogar a quien ensalza desenfrenadamente a Felipe González, subsumiendo el crimen de Estado y la corrupción aneja en un socorrido “más allá de los errores y aciertos de sus gobiernos” (pag. 103)?
¿Cómo considerar a quien reconoce que “miraba a la prensa escrita con cierto recelo” (pag. 191) por la posible manipulación de sus mensajes y pone sus visitas a El Hormiguero como ejemplo del tipo de comunicación que prefería?
¿Cómo ponderar a quien, puestos a elegir una cita del “presidente Roosevelt”, para encabezar y cerrar su libro y encuadrar, por tanto, su propia figura en ella, no recurre a ninguna reflexión de Franklin Delano Roosevelt sobre la democracia, la justicia, la libertad o el progreso, sino a una pomposa autoelegía del supremacista Teddy Roosevelt sobre la épica cinegética “de quien está realmente en la arena, con el rostro desfigurado por el polvo, el sudor y la sangre”?
Mucho se ha hablado de la “veleta naranja”. No me parece un símil despectivo porque las veletas están siempre en primera línea, sensibles al cambio del viento, aferradas al edificio, con la consistencia del hierro. Al concluir este libro, creo que habría sido más justo hablar de la “bengala naranja” que tras ascender con brillo y notoriedad se extingue autoconsumida en la oscuridad.
Albert Rivera nos ha mostrado en 312 páginas un corte transversal de lo que hay en su interior y ha ocurrido lo contrario que ocurre con la obsidiana que, al abrirla, pasa del insulso gris al negro más cautivador y deslumbrante imaginable. Será por algo que, desde Manuel Godoy, ningún político español quedaba amortizado para los restos, al cumplir cuarenta años.