Nos guste o no, Sánchez está a punto de otear el primer horizonte de estabilidad política desde que Rajoy dilapidó su mayoría absoluta en 2015. La aprobación del Presupuesto va a garantizar la viabilidad de la legislatura y eso, en sí mismo, es un éxito para quien sólo tiene 120 escaños. Un éxito, sí, ¿pero a qué precio?
Tenemos Sánchez para rato. Para tres años completos, hasta octubre del 23, si a él le conviniera agotar la legislatura. Que a día de hoy sigan vigentes los presupuestos de 2018 impulsados por Montoro, demuestra que prorrogar, una o dos veces, las cuentas del Reino se ha convertido en lamentable normalidad. Otra cosa es el efecto que eso tenga para la economía.
En todo caso, el día que cruce el Rubicón presupuestario, Sánchez pasará a depender sólo de sí mismo. Podrá perder el apoyo de sus actuales aliados parlamentarios, algunos tan poco fiables como Esquerra y Bildu, e incluso romper el Gobierno de coalición con Podemos, sin que eso implique su desalojo automático de Moncloa.
A diferencia de lo que ocurría en anteriores legislaturas, simplemente no hay una mayoría alternativa a la que le sustenta, como acaba de demostrarse con la estéril enmienda, apoyada por PNV y Junts, para proteger la enseñanza concertada ante la apisonadora sectaria de la Ley Celaá. Ni siquiera con los otrora nacionalistas moderados, tendrían mayoría las fuerzas situadas a la derecha del PSOE.
Una vez aprobado el Presupuesto, Sánchez podrá perder votaciones en el Congreso e incluso ver bloqueadas leyes importantes. Pero para ser derribado por una moción de censura tendría que producirse algo tan inverosímil como una alianza de Podemos con el PP y Vox.
Sólo Sánchez y su competente equipo de Moncloa van a manejar pues el botón nuclear de la disolución de las Cortes. O lo que es lo mismo, sólo habrá elecciones anticipadas si a ellos les conviene. Tengámoslo claro, a la ciudadanía sólo le quedará, entre tanto, el derecho al pataleo. Y a la oposición, la capacidad de convencer pero sin vencer, hasta que Sánchez nos llame a las urnas, con el CIS en una mano y el sistema mediático en la otra.
Una vez que obtenga el blindaje de estos Presupuestos, desalojar a Sánchez del poder va a ser por lo tanto una tarea hercúlea, porque todo jugará a su favor. Todo, menos las previsibles consecuencias de sus decisiones erróneas en el bienestar material y la calidad de vida democrática de los españoles.
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A la hora de sacar adelante este decisivo Presupuesto, Sánchez se ha encontrado, por primera vez desde que llegó a la Moncloa, con una alternativa real que le permitía elegir entre dos caminos para conseguir su fin. Por si la pandemia no estuviera causando ya suficiente destrozo en las entrañas de nuestra sociedad, el presidente ha optado por el camino que era más cómodo para él, pero más dañino para el conjunto de los españoles. Entre el ropaje de la moderación y el del radicalismo, ha escogido las pinturas de guerra.
A menos que esta elección nefasta quede matizada en el último momento por un acuerdo con Ciudadanos que mejore notablemente el proyecto, a favor de los sectores empresariales más golpeados y de los autónomos, la fotografía de la boda presupuestaria es la de una suma de extremistas, coordinada por Pablo Iglesias, cuyo objetivo es destruir el orden constitucional y derrocar la Monarquía.
El presidente ha optado por el camino que era más cómodo para él, pero más dañino para el conjunto de los españoles
Cuestión distinta será que consigan sus propósitos. E incluso cabe advertir que entre sus programas maximalistas y el contenido de las cuentas públicas que van a aprobar median muchos Orinocos. Por eso distingo entre la letra ineficiente y la música estridente. Pero la mayoría gubernamental es hoy la que es: revolucionarios radicales de España, uníos.
Sánchez se ha dejado llevar por la senda de la comodidad, dando carta blanca a Iglesias para que, puenteando a Carmen Calvo, se convirtiera en su proxeneta político y le acarreara los votos de una mayoría de izquierdas aún más escorada que la de la investidura. El resultado es una suma más holgada y menos conflictiva de la que hubiera implicado hacer pasar a Podemos por el aro de la mano tendida por Arrimadas.
Pero lo que un amigo de Teodoro García-Egea ha bautizado como la nueva “foto de Kolón”, evocando la kale borroka, impulsada no hace tanto por los fundadores de Bildu -y, podríamos añadir, la okupación que protege Podemos-, ha empezado a quedar ya grabada en el imaginario colectivo. Y hay que decir que la comparación convierte la versión original, con la que tanto se ha estigmatizado al PP y a Ciudadanos, por la compañía de Vox, en una inocua confluencia de domingueros con ínfulas patrióticas.
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Desde que Argüelles constituyera el llamado “gobierno de los presidiarios”, al inicio del Trienio Liberal, nunca se había formado en España una mayoría gubernamental con tantos antecedentes penales en sus currículos. Con la diferencia de que, mientras los “delitos” de aquellos próceres habían consistido en proclamar y defender la Constitución de 1812, los de estos maleantes, sin comillas ni ironía alguna, han estado orientados a intentar dinamitar, metafórica o literalmente, la del 78.
Si sumamos los crímenes cometidos o avalados por los dirigentes de Bildu, con los actos de sedición de los líderes de Esquerra y la panoplia de infracciones penales atribuidas al cuarteto de colaboradores directos de Pablo Iglesias -desde la financiación ilegal por la que declaró este viernes Del Olmo, a la condena por difamación de Echenique, pasando por las agresiones a policías de Isa Serra y Alberto Rodríguez-, cualquiera diría que más que a una alianza de partidos de izquierdas, estamos asistiendo a una reunión de familias del hampa, como las que se estilaban, hace un siglo, en Atlantic City.
¿Qué pinta alguien que, como Sánchez, puede seguir diciendo, cuatro años después de que lo hiciera para desmarcarse de la condena de los ERE, que él es “un político limpio”, al menos en lo que a la corrupción se refiere, rodeado de esta patulea de facinerosos que una y otra vez se han burlado de la ley?
Eso es lo que provoca las arcadas de Vara, Page, Lambán, Susana Díaz o el mismísimo Alfonso Guerra: ver al secretario general de su partido desdeñando cualquier escrúpulo moral a la hora de trenzar sus alianzas. Si ya les costó tragar la de Podemos, y la de Esquerra se les atascaba recurrentemente en la garganta, la de Bildu, con todo su regurgitar sangriento, ha resultado ser ya una rueda de molino demasiado grande.
Mientras los “delitos” de aquellos próceres consistieron en defender la Constitución de 1812, los de estos maleantes se han orientado a intentar dinamitar la del 78
Sobre todo en la medida en que lo simbólico ha ido acompañado de lo tangible, a través de iniciativas tan oprobiosas como los beneficios penitenciarios para los impenitentes asesinos de los Jiménez Becerril o la degradación del castellano de su condición de lengua vehicular en la enseñanza.
El mensaje implícito de todo ello es que quienes han tratado de destruir el orden constitucional por la fuerza de las armas y ahora se contentan con hacerlo por la de la agitación y propaganda, tienen en el PSOE de Pedro Sánchez a un mercader tan ávido de comprar sus votos, como condescendiente con el origen de sus fortunas políticas. No es de extrañar que muchos socialistas que protagonizaron la Transición, hayan percibido el “ahora nos toca a nosotros” de Adriana Lastra como una dolorosa traición a su legado.
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Por fortuna para todos, Iglesias es aún más fanfarrón que tramposo, y todavía más tramposo que destructor. Si su alarde de estar incorporando a Bildu y Esquerra a una imaginaria “dirección de Estado” ya despertó perplejidad y alarma, la aviesa maniobra de presentar, junto a ellos, una demagógica enmienda prohibiendo los desahucios, ha colmado el vaso de la indignación socialista.
En primer lugar, por el recochineo de las formas: Podemos ni siquiera ha cambiado una coma de lo rechazado por el PSOE dentro de la negociación con la que se cerraron los Presupuestos. Eso es lo que vale su palabra. Y en segundo lugar, por el propio fondo del asunto: los desahucios son un problema pero la okupación también. Sin seguridad jurídica no habrá recuperación económica en España y eso quedará plasmado en la Ley de la Vivienda que ultima Ábalos, con el compromiso de canalizar también la cuestión de los alquileres, en la que los ayuntamientos deberían tener la última palabra.
Ya solo faltaba la burda descalificación a Margarita Robles como “ministra favorita de quienes quieren que gobierne el PP con Vox”, a cargo de la edecán Ione Belarra. Un zarpazo, fruto de los achares que corroen a Pablo e Irene por la popularidad transversal de la ministra de Defensa. Una embestida gratuita que ha provocado una mezcla de agravio y vergüenza ajena en el PSOE.
Todo esto es lo que confluye en el comentario de un alto cargo de Moncloa recogido en la ilustrativa crónica de Alberto D. Prieto de este sábado: “Tras el Presupuesto, se romperán los platos”. No es difícil de imaginar en la cabeza de quién.
Desde el mismo día en que se aprueben las cuentas públicas -y con la única salvedad de las elecciones catalanas-, la obsesión de Sánchez ya no serán los números de las votaciones parlamentarias, sino los de la Economía. Su futuro político y su lugar en la historia dependen de que sea capaz de sacar a España de la posición de farolillo rojo del mundo desarrollado, que ahora ocupa en términos de caída del PIB y el empleo.
Para eso necesita aliados muy distintos a los que hoy en día posan en su ‘foto de Kolón’. Básicamente necesita a la Unión Europea y a los empresarios. Sin recuperación no habrá reelección. Y Sánchez tiene a su alrededor suficientes buenas cabezas económicas -Calviño, Escrivá, De la Rocha…- como para darse cuenta de que el clientelismo en el gasto se volverá contra él como un bumerán, como le ocurrió a Zapatero en 2010, si no es capaz de reconstruir a tiempo el tejido productivo.
El Gobierno sabe que nadie con unos mínimos conocimientos técnicos se cree este Presupuesto. Sobre todo en materia de ingresos. Bruselas le ha dado el visto bueno porque estamos en el año triste del aprobado general pero, en la entrevista que concedió esta semana a EL ESPAÑOL, el comisario de Asuntos Económicos, Paolo Gentiloni, ya advierte que los fondos europeos deben servir para hacer “reformas” y desembocar en la “estabilidad” y “sostenibilidad financiera”. Es decir que llegará un día en que una Alemania en la que ya no estará la señora Merkel y el club de los llamados “países austeros” dejarán de pagar nuestras deudas.
Sánchez tiene a su alrededor suficientes buenas cabezas económicas como para darse cuenta de que el clientelismo en el gasto se volverá contra él
Si de aquí a entonces no hemos sido capaces de gastar los fondos europeos en proyectos adecuados a los requisitos de la UE y de compensar los costes del Ingreso Mínimo Vital, las subidas del salario mínimo y los sueldos de los funcionarios, amén de la errónea contrarreforma de las pensiones, al vincularlas otra vez al IPC, con un potente resurgimiento de la economía productiva, los mercados volverán a cebarse en España, y adiós Mister Sánchez.
Si Pablo Casado persevera en su actual posición centrista, ignorando los alaridos de los ultras que le reprochan su clarificador distanciamiento de Vox, España tendrá en esa tesitura, digan lo que digan hoy unas encuestas sin anclaje electoral alguno, una sólida alternativa de Gobierno. Como ocurrió en 1996 y en 2011, por muy dispar que luego fuera el balance de Aznar y de Rajoy.
Pero el coste enorme que supondría pasar tres años deshilachándonos como Nación, empobreciéndonos como colectividad y perdiendo la autoestima como sociedad, imponen una rectificación, o al menos un viraje político urgente a Sánchez. Sus cabezas de huevo verán ké, kuánto, kómo y kuándo lo hacen, pero más vale que vayan dándose cuenta de que nunca lograrán que confianza se escriba con “k”.