Cuando el martes por la noche alegué en el '24 horas' de Xabier Fortes que el hecho de que el portavoz de la izquierda abertzale continuara siendo Arnaldo Otegi planteaba lo que los juristas franceses llaman una question préalable, o sea una objeción previa, que nos impedía entrar en el propio contenido de sus palabras, aún no conocíamos lo que acababa de confesar a sus conmilitones de Eibar.
Hablábamos sólo de la 'declaración de Ayete' en la que los herederos del brazo político de ETA decían "de corazón" a sus víctimas que "sentían su dolor… que nunca debió haberse producido". Porque, claro, "a nadie puede satisfacer que todo aquello sucediera".
Al final del circunloquio, "todo aquello". Los tiros en la nuca, los coches bomba, los cuerpos destripados, la sangre por el suelo, el padre rematado con el niño en brazos, el zulo de Ortega Lara, el asesinato de Miguel Ángel Blanco y de 900 más, la extorsión, los secuestros… "todo aquello". La izquierda abertzale, los cómplices de los verdugos, los legatarios de aquellos carniceros, solo son capaces de balbucear este eufemismo.
Suficiente para que Patxi López, exhibiera de nuevo la oquedad que le acreditó como 'Patxi Nadie', la oquedad que hizo de su mandato un hiato irrelevante entre dos sílabas nacionalistas.
Aquel lehendakari que se empeñaba en dejar de serlo se precipitó a calificar la infame elipsis como "constructiva" e incluso como "una muy buena manera de la izquierda abertzale para recordar el fin de ETA". Qué distinto habría sido todo si el regalo en la tómbola del sentido de la responsabilidad del PP les hubiera tocado en 2009 a Redondo Terreros o a Carlos Totorica.
Pero mi punto de vista o, mejor dicho mi latido emocional, era que ni siquiera cabía entrar en el fondo de esa declaración de Ayete, significativamente puesta mucho más en solfa por el lehendakari Urkullu. Que mientras quien nos abriera la puerta fuera Otegi, no era posible penetrar en el recinto. Porque el cancerbero era el mensaje.
Me quedé solo. En ese debate concreto y, en general, en el de los medios no reaccionarios. Una minoría extremista sigue repudiando el conjunto del proceso que dio paso al adiós a las armas de ETA, pese a la bendición diaria que significa la ausencia de atentados y la eliminación del miedo de la vida cotidiana. La mayoría políticamente correcta blanquea por contra a todos los actores de aquella negociación, Otegi incluido, obviando por cierto que el Estado sólo pudo afrontarla en una posición de fortaleza gracias a la ofensiva implacable, dentro de la legalidad, con que Aznar machacó previamente a la banda terrorista.
La ecuanimidad exige reconocer que Zapatero acertó aprovechando esa superioridad heredada para hacer indesmayablemente lo que hizo y que en este asunto el tiempo le ha dado la razón en lo esencial. Pero la lealtad a la memoria impide comprar al peso un relato utilitario sin distinguir las partes execrables del todo posibilista.
No, la Revolución Francesa no fue "un todo" ni "un bloque" como decía Mitterrand porque los Derechos Humanos pudieron haberse institucionalizado sin "el Terror". Otro tanto cabe alegar del "proceso de paz" en el País Vasco. La movilización cívica pudo y debió haber acabado con ETA sin dar protagonismo a quienes cambiaron de táctica o, como ellos dicen, de estrategia, para seguir flotando como el corcho en el piélago de la inmundicia. Antes o después, la historia pondrá al condescendiente PNV ante ese espejo acusatorio y encontrará un título equivalente al de Los verdugos involuntarios de Hitler para describir a los cientos de miles de vascos que actuaban como si "todo aquello" no les concerniera.
Antes o después, la historia pondrá al condescendiente PNV ante ese espejo acusatorio
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Pero no apartemos la mirada de Otegi. El PP saca del baúl de los recuerdos su presunta intervención en el secuestro de Javier Rupérez o en el atentado contra Gabriel Cisneros al inicio de la transición. La mitad de los españoles de hoy aún no habían nacido. Otegi fue juzgado y absuelto. Le condenaron, en cambio, por el secuestro del industrial Abaitua y por pertenencia a banda armada. Pagó con la cárcel, pero nunca pidió perdón a las familias. Eso hay que tenerlo en cuenta.
En todo caso, mi retrovisor tropieza mucho antes —apenas dos décadas atrás— en esa concentración en la plaza de la iglesia de Andoáin, bajo el reloj y el campanario, al día siguiente del asesinato de José Luis López de Lacalle. Es el 8 de mayo de 2000.
Un puñado de demócratas, veteranos socialistas, comunistas y sindicalistas se había reunido allí mismo a las once de la mañana para condenar tanto el crimen como la criminalización de la víctima a través de esas pintadas inmundas —"De Lacalle, jódete", "Foro de Ermua, hijos de puta"- que ennegrecían aún más esa mañana el pueblo.
Una hora después, para atajar todo atisbo de contestación, con José Luis aún de cuerpo presente, irrumpió Otegi en ese mismo lugar, secundado por su guardia de corps. Era una manera de dejar constancia de qué lado estaba aquella iglesia, de legitimar las pintadas, de amplificar el impacto de las balas que habían perforado el cuerpo de aquel hombre que volvía a casa con la bolsa de plástico llena de periódicos bajo el paraguas rojo.
Los que hayan leído 'Patria' o visto su excelente versión televisiva, lo entenderán. Se trataba de matar por segunda vez al 'Txato'. Eso es lo que hizo Otegi, lanzando un aviso a navegantes al conjunto de la prensa. Nunca olvidaré sus palabras:
"ETA pone sobre la mesa el papel que a su juicio están desempeñando los medios de comunicación que practican una estrategia informativa de manipulación y de guerra en el conflicto entre Euskal Herria y el Estado".
Sí, sobre la mesa de la morgue, sobre la mesa del embalsamador, sobre la mesa en la que reposaba el féretro. Ahí había puesto ETA a López de Lacalle, con la complicidad activa de Otegi.
Los autores materiales del asesinato no sabían quien era López de Lacalle. Otegi, sí. Por eso se apresuró a explicarlo, a justificarlo, a llamar al tiroteado "manipulador", a presentarle como un "guerrero" del Estado. A crear las condiciones para seguir poniendo más cadáveres sobre esa "mesa", para amplificar la onda expansiva del amedrentamiento, para convertir el crimen en lección moral, para escarmentarnos a cuantos pensábamos como él.
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Otegi mató por segunda vez a López de Lacalle. Nunca se le ha juzgado por ello. Tampoco pido que eso sea lo que ocurra ahora. Pero sí que cada vez que salga en la televisión y vaya a decir algo, alguien lo recuerde antes de escucharle.
Otegi aún no ha pedido perdón a Mari Paz, ni a Alain, ni a Aitziber, ni a la redacción de El Mundo en el País Vasco, ni al Foro de Ermua, ni a las Asociaciones de la Prensa, ni a Comisiones Obreras, ni a los lectores de José Luis, ni a los fabricantes de paraguas y bolsas de plástico. Otegi, tan chulesco y desafiante como entonces, no nos ha pedido perdón a nadie.
Otegi, tan chulesco y desafiante como entonces, no nos ha pedido perdón a nadie.
Esto era lo que yo pensaba y sentía antes de conocer su proclamación de intenciones de Eibar. Para mi no cambia nada lo añadido porque sigo de pie, anclado por la repugnancia en esa question préalable. Pero la coherencia entre lo que Otegi dijo entonces y lo que ha dicho ahora debería abrir los ojos a quienes consideran mi intransigencia extemporánea.
Basta repasar la transcripción de la perorata que dirigió a los suyos. Cuando advierte que "tenemos a 200 dentro y esos tienen que salir de la cárcel", es obvio que sigue legitimando "todo aquello", pues considera a los peores asesinos como parte de una comunidad para la que el fin justifica los medios.
"Sabemos que tenemos la razón", proclama sin pudor, sin ambages, sin mayores precisiones retrospectivas. Los buenos entendedores no necesitamos más palabras. Y sigue utilizando el lenguaje bélico: "Esa es la madre de todas las batallas".
No voy a decir que "votar los presupuestos" para liberar a los presos sea equivalente a cometer atentados para obtener logros políticos. Pero sí que Otegi mantiene una hoja de ruta que pasa por algo tan opuesto al "compromiso de mitigar el dolor de las víctimas", incluido en la declaración de Ayete, como "obligar" a Sánchez a que excarcele a los más crueles matarifes sin que hayan cumplido su condena.
Otegi mantiene una hoja de ruta que pasa por algo tan opuesto al "compromiso de mitigar el dolor de las víctimas"
Y que, una vez conseguido tal propósito, llegará el momento de afrontar la "cuestión nacional", demostrando a "Europa" y a la "ciudadanía vasca" que "ningún gobierno español va a dar solución a eso". Será entonces cuando habrá llegado el momento de "tomar nuestras decisiones… y para eso tenemos una alianza con los catalanes".
El Otegi de ayer y el Otegi de hoy hablan con la misma voz, razonan con la misma lógica, pretenden el mismo objetivo: la construcción de Euskal Herria a costa de la destrucción de España. Y en ese itinerario queda clara su apuesta política: "Lo que nosotros queremos es que pasen estos dos años de legislatura y que este gobierno cumpla otros cuatro años". ¿Por qué? Porque "necesitamos tiempo para preparar al pueblo".
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Otegi ha puesto "sobre la mesa" el sentido y la utilidad de contribuir a que Sánchez viva políticamente seis años más. Iván Redondo describió el miércoles ese destape como "una canallada". Que sus explicaciones sobre su salida de Moncloa disten de ser convincentes, no significa que el exjefe de gabinete haya perdido la lucidez en el análisis.
En otro momento de su intervención, Redondo instó a Sánchez a "recuperar su audacia". No se refería a nada concreto, pero a mi se me ocurre que este sería un momento idóneo para hacerlo.
Otegi concluyó su perorata de Eibar, jactándose de su nueva estrategia para tratar de llegar al mismo sitio, "porque ¡hostia! hemos vuelto a colocarnos en el centro, una vez más, en este pueblo narcotizado hemos vuelto a hacer ¡plas, patada al hormiguero!".
Imprecaciones y onomatopeyas al margen, quedan la recurrencia del "una vez más" y la metáfora violenta. Como ese es el gran avance de la última década —la violencia ya sólo es metafórica—, Otegi bien merece una respuesta en sus propios términos.
¿Y qué tal si Ciudadanos y PP prestarían al PSOE esos mismos cinco diputados de Bildu, como acto de defensa del orden constitucional y la memoria democrática debida a las víctimas de ETA?
¿Qué tal si Sánchez hiciera una declaración formal repudiando los cinco votos de Bildu, diciendo expresamente que no los quiere, ni para los Presupuestos ni para ninguna otra ley, mientras al frente de esa formación haya personas como Otegi que contribuyeron activamente al terrorismo de ETA?
¿Y qué tal si Casado y Arrimadas anunciaran a continuación que, en el caso de que esa exclusión de Bildu dejara al Gobierno sin mayoría en alguna votación clave, Ciudadanos y PP prestarían al PSOE esos mismos cinco diputados, como acto de defensa del orden constitucional y la memoria democrática debida a las víctimas de ETA?
Serían, no una, sino dos certeras patadas al 'hormiguero' de Otegi.