Las propuestas del líder del PSOE de Madrid, Juan Lobato, de rebajar el IRPF a todas las rentas inferiores a 100.000€ y declarar todos los bienes productivos exentos del impuesto del patrimonio -y por lo tanto de su sucedáneo, el mal llamado “impuesto a los ricos”-, no pueden ser más adecuadas. Ni más oportunas. Ni más frontalmente contrarias a la sorprendente deriva populista adoptada por Sánchez en los últimos meses.

Los 'lobatos' que acechan a Sánchez.

Los 'lobatos' que acechan a Sánchez. Javier Muñoz

Se nota que Lobato es técnico de Hacienda y sabe de lo que habla. Su planteamiento va mucho más allá de la deflactación de la tarifa aplicada en algunas comunidades socialistas, que tanto irritó a la Moncloa. Ximo Puig es hasta ahora quien ha llegado más lejos con reducciones de muy escasa cuantía a quienes ganan menos de 60.000€ en la Comunidad Valenciana. Pero desde que lo dijo Zapatero, cuando tenía superávit presupuestario, nadie había seguido aquella estela del “bajar impuestos es de izquierdas”.

Las promesas de Lobato no son relevantes por su potencialidad inmediata. Todo el mundo sabe que sus posibilidades de sustituir a Díaz Ayuso son ínfimas. Pero sí por la filosofía que entrañan.

Es evidente que bajando el IRPF al 95% de los madrileños -y no digamos si alguien lo hiciera al 100% de los españoles- la economía productiva tendría un notable impulso. Otro tanto ocurriría si, como él dice, se dejara de penalizar tributariamente “a quien tenga veinte pisos, siempre que los ponga en alquiler”.

Allí donde los líderes de Podemos ven a un “gran tenedor de viviendas”, digno de lo peor, y donde el propio Sánchez percibe por contagio a los “señores de los puros”, Lobato detecta a ahorradores e inversores que ponen el dinero a trabajar, ampliando la oferta inmobiliaria y abaratando los alquileres sin necesidad de que el Gobierno los congele.

No faltará quien le diga que, al hacer suya una parte esencial del discurso de su adversaria, Lobato está legitimando a Díaz Ayuso y erosionando la posición electoral de la izquierda. Incluso que complica todavía más el salto sin solución de continuidad de Reyes Maroto, desde el Gobierno que más se ha ensañado fiscalmente con los madrileños a una candidatura a la alcaldía que le obligaría a asumir el discurso de su líder regional.

"No se trata de hacer un Liz Truss con bajadas de impuestos sin recorte del gasto que las financie, sino de acompasar ambos resortes con destreza"

Pero más allá de estos elementos coyunturales, lo sustantivo es quién tiene razón. Y el tiempo se la va a dar a Lobato y a quienes como él vuelvan a defender desde la izquierda medidas que estimulen el crecimiento de la economía real. Es decir, políticas que nos permitan reducir el déficit, financiar la deuda y crear empleo de verdad. Serán nuestro salvavidas cuando se acabe el reparto de los fondos europeos, la UE nos exija volver a la disciplina fiscal y se disipe el espejismo de los fijos discontinuos.

Sólo un cambio de rumbo que fumigue a tiempo la filoxera del resentimiento y la sustituya por medidas que relancen un crecimiento sano nos ahorrará el batacazo de los ajustes duros. No se trata de hacer un Liz Truss con bajadas de impuestos sin recorte del gasto improductivo que las financie, sino de acompasar uno y otro resorte con destreza, antes de que los mercados castiguen el actual viaje hacia ninguna parte.

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Dentro de diez meses Sánchez se presentará por quinta vez a unas elecciones generales. Las cuatro veces anteriores lo hizo generando la expectativa de que pactaría con fuerzas a su derecha, entre otras cosas porque “no dormiría” con ministros de Podemos. Superado ese insomnio, ya sabemos que comparecerá a la reválida con la prolongación de sus actuales pactos con los partidos de extrema izquierda como única receta. Quién lo hubiera dicho.

Además de a la descalificación de Feijóo, Sánchez va a fiarlo todo al brillo inmediato de su refulgente “escudo social”. Lo ha forjado mediante la indexación de las pensiones con el IPC, la subida sideral del salario mínimo, el generoso incremento a los funcionarios y los subsidios a tutiplén para afrontar las alzas del combustible, la luz o los precios de los alimentos. Toda una atractiva panoplia de señuelos electorales, si antes o después no hubiera que pagarla.

Cínicamente podría decirse que Sánchez se merece ganar las elecciones para tener que afrontar el arreglo del estropicio que está causando en las cuentas públicas. Es la llamada regla de la tienda de porcelana: el descuidado que tropieza y rompe unas cuantas figuras valiosas es quien tiene que pagarlas. Pero probablemente los españoles no nos merezcamos eso, habida cuenta de que la prolongación de los pactos de Sánchez con Podemos, Esquerra y Bildu sólo serviría para amplificar el destrozo.

"Sánchez sólo podrá mantener la bicicleta en marcha inflando las ruedas con más subidas de impuestos, hasta que revienten"

Viene a cuento la cita del gran historiador del renacimiento Guicciardini, al describir el despotismo fiscal de los Medici: “De la propia naturaleza de las cosas deriva que los comienzos sean suaves; pero, a menos que se ponga gran cuidado, entran los procesos en vías de desarrollo acelerado, alcanzándose situaciones por nadie previstas”.

¿De qué nos sirve pensar que el Sánchez que irrumpió en la política nacional, con mejor formación económica que ninguno de sus predecesores, hubiera querido poder aplicar otra receta fiscal -y por eso cultivó al IBEX durante su primer bienio en el poder-, si ya es rehén de la dinámica a la que sus socios le han abocado? Sólo podrá mantener la bicicleta en marcha inflando las ruedas con más subidas de impuestos, hasta el día que revienten.

Otro tanto le va a pasar con las concesiones a los separatistas. Sánchez ya es prisionero de sus precedentes. Si no hubiera concedido los indultos, si no hubiera sustituido el delito de sedición por el de desórdenes públicos, si no hubiera “despenalizado” la malversación patriótica -siempre que no se trate de la patria española, claro-, si no hubiera ayudado a la Generalitat a burlar las resoluciones judiciales en materia lingüística, si no estuviera blanqueando constantemente a los golpistas del 1-0 -¡echándole la culpa al PP!-, la mayoría de los españoles no estaría convencida de que, caso de seguir en la Moncloa, propiciará algún tipo de referéndum de autodeterminación en Cataluña.

[Cinco barones del PSOE plantan cara a Sánchez en el último mes con la vista puesta en las elecciones]

Page y Lambán vienen denunciando esta deriva de forma cada día más explícita. Si al demoledor mensaje con que el presidente aragonés cerró 2022 le enlazamos las rotundas manifestaciones con que el castellano manchego ha empezado en este periódico 2023, el relato no puede ser más preocupante.

Según Lambán, Sánchez ha dejado la “gobernabilidad del país en manos de extremistas, radicales e independentistas que no aspiran más que a romper España y acabar con la Constitución”. Según Page, “todas las decisiones que se están tomando están más pensadas para retribuir un apoyo parlamentario que para resolver un problema de fondo”.

Son barones del PSOE, con toda una vida de militancia socialista a sus espaldas, no dirigentes de Vox, quienes así se expresan.

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Y luego están quienes piensan cosas parecidas, pero se las dicen a Sánchez en privado por su lealtad como miembros de la Ejecutiva (Fernández Vara) o del Gobierno (Margarita Robles, Luis Planas). También quienes, como Ximo Puig, se sienten lo suficientemente autónomos para hablar con sus ausencias y silencios. Hasta que le tocan el trasvase, claro. E incluso quienes, como Espadas o Tudanca, ni siquiera tienen ya el acceso necesario para que el presidente les escuche.

Es cierto que la otrora “mayoría de cemento” sigue siendo hoy “minoría de cemento”, a costa de expedientar y multar a quien como Carmen Calvo ha encontrado en la abstención el último refugio para su acendrado feminismo racional. Fíjense que todos los demás han votado sin rechistar a la autodeterminación de género como si movieran la mano de Dios en la cúpula de la Capilla Sixtina. Pero, tras esa fachada de unidad, el PSOE alberga una situación potencialmente explosiva.

"En Moncloa aciertan al vincular el estado de descontento con la situación preelectoral, pero se equivocan al ordenar los factores"

En Moncloa aciertan al vincular el estado de descontento con la situación preelectoral, pero se equivocan al ordenar los factores. No es que los barones piensen así porque vaya a haber elecciones autonómicas; es la inminencia de esas elecciones la que ilumina cuanto vienen pensando hace ya tiempo.

A veces la letra pequeña de las encuestas es la más elocuente. No es casualidad que los votantes de Podemos valoren mejor las políticas de Sánchez que los propios votantes socialistas. O que sólo esa minoría social, atrincherada en la extrema izquierda, considere que 2023 les va a deparar una mejoría personal respecto a 2022.

Es el resultado de un paulatino pero inexorable desplazamiento del PSOE fuera del quicio de la morada ideológica en la que lo mantuvieron los gobiernos de González y Zapatero. Como en la fábula de la zorra y las uvas, los estrategas de Moncloa alegan que eso de que las elecciones se deciden en el centro es un tópico pasado de moda y que lo esencial es movilizar a la izquierda. ¿Pero, al margen de su error, cómo van a hacerlo reduciendo las penas por corrupción -justo ahora que en Valencia comienzan a salir viejos cadáveres del armario- y cerrando filas con la ministra chapucera que cada día que pasa beneficia impávida a un violador más?

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Sánchez y los suyos fían su dominio sobre el partido a su mantenimiento en el poder. Pero ¿para qué? ¿Para seguir huyendo hacia delante, uncidos a los mismos yugos, atrapados por las mismas servidumbres, sólo que con más facturas que pagar, en un proceso que se asemejaría bastante al del 93? Por algo los dos rivales de entonces, Alfonso Guerra y Narcís Serra, han coincidido en que al PSOE le habría convenido perder aquellos comicios.

"Siempre había pensado que, llegados a este punto, Sánchez rompería con sus socios y disputaría al PP el espacio moderado"

Como no comparto la descalificación ontológica de Sánchez como un sádico malvado empeñado en destruir el orden constitucional, debo reconocer mi desconcierto. Siempre había pensado que, llegados a este punto, el presidente rompería con sus socios -aunque tuviera que prorrogar el último Presupuesto- y les plantaría cara frontalmente en las urnas, disputando al PP el espacio moderado.

La forma en que, por el contrario, se está abrazando a esos talibanes augura graves males. O para España o para el PSOE, porque sólo una tremenda crisis económica que alumbrara procesos revolucionarios en la UE abriría espacios a las exigencias que Podemos, Bildu y Esquerra plantean ya ante la próxima legislatura. Afortunadamente, no es lo probable.

["Somos nosotros o Sánchez": Feijóo plantea un año electoral polarizado en el voto útil]

Por eso, a menos que rectifique in extremis y nos sorprenda con otra de sus volteretas, el mismo día que Sánchez pierda el Gobierno, tanto si eso sucede en diciembre como en un momento posterior en que la realidad ajuste cuentas con su escapismo, el volcán que regurgita en el interior del PSOE entrará en erupción. Ese día tanto los lobatos y los pajes más predecibles como los más insospechados que se agazapan aun tras los arbustos se abalanzarán sobre el líder caído, le pasarán todas las facturas y le culparán de todos los males.

Llegará la hora de una travesía del desierto que podría ser tan larga como la del Partido Laborista, cuando tras la derrota de Callaghan se quedó durante dieciocho años en la oposición como rehén de su ala izquierda y los sindicatos. Sólo si el PSOE encuentra mucho antes a su Tony Blair, un hombre o una mujer que le aleje de las malas compañías, le devuelva a la transversalidad constitucional y le reconcilie con la España productiva, podrá eludir el ocaso de sus partidos hermanos en Francia y en Italia. Y lo más paradójico es que ese hombre o esa mujer tendrá que parecerse en gran medida a lo que Sánchez pudo ser y por ahora nunca ha sido.