En octubre del 21, cuando el Consejo de Ministros envió al Congreso el proyecto de ley de Vivienda, un miembro socialista del Gobierno me dijo que entre su tramitación parlamentaria y la "vacatio legis" de 18 meses para fijar los "índices de referencia" en las "zonas tensionadas", la nueva norma -en caso de que se aprobara- no entraría en vigor hasta finales del 24.
Es decir, que su aplicación o no dependería de quien ganara las próximas elecciones. Y la última palabra la tendría además cada comunidad autónoma.
Tuve la sensación de que además de tranquilizarme a mí, el ministro trataba de tranquilizarse a sí mismo. El mensaje subyacente parecía extraído de El Príncipe de Maquiavelo: ya sabemos que esta ley es un disparate intervencionista que tendría efectos contrarios a los deseados, pero es uno de los puntos que Podemos introdujo en el programa de Gobierno… ahora tenemos que hacer como que la tramitamos, pero ya nos ocuparemos en el proceso parlamentario de que nunca vea la luz.
De hecho, todos los informes del primero Ministerio de Fomento y ahora de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana que han manejado José Luis Ábalos y Raquel Sánchez han sido contrarios a topar los alquileres y facilitar las okupaciones como finalmente hace la ley. No faltó algún alto cargo que amenazara con dimitir si algo de esto se llevaba a cabo.
Y, sin embargo, aquí está el disparate intervencionista, camino ya del BOE y convertido en bandera electoral del propio Sánchez. La campaña planteada por los estrategas de Moncloa tendrá como uno de sus ejes clave dirimir qué comunidades y ayuntamientos aplicarán una ley que, según su argumentario, garantizará alquileres baratos para todos y cuáles favorecerán a los avaros propietarios empeñados en obtener algo tan nefando como la rentabilidad de sus inversiones a costa de sus inquilinos.
O sea, que el 28-M va de elegir entre el "partido de la gente" y el "partido de los ricos", al que según los sondeos parecen dispuestos a votar millones de pobres engañados, o directamente tontos.
Así es como viene adelgazándose el debate político desde que la mayoría absoluta de Juanma Moreno convenció a Sánchez hace un año de que tenía perdido el centro y su único camino para seguir en la Moncloa pasaba por polarizar a la sociedad, poniéndose a la cabeza de la manifestación de la agenda más radical de sus socios más extremistas.
Y así es como una serie de leyes nefastas, inspiradas, elaboradas e impulsadas por Podemos con la connivencia de Esquerra y Bildu, que el PSOE nunca hubiera hecho suyas en otro contexto, han terminado en el BOE. Es el caso del sí es sí, la Ley Trans, la Ley Animal, los nuevos impuestos y ahora la Ley de la Vivienda. Sólo la primera ha sido enmendada para limitar sus flagrantes efectos perniciosos, pero antes o después habrá que recorrer el mismo camino con las demás.
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¿Significa todo esto que urge "derogar el sanchismo" como argumentó Feijóo el martes en el bronco debate del Senado? Sí y no, depende de cómo interpretemos el concepto.
Si lo que quiso decir Feijóo es que a España le conviene liberarse de la férula de un gobierno heterogéneo en el que las minorías radicales que completan los escaños del PSOE marcan una y otra vez la agenda en la política interior y ponen constantes zancadillas en la exterior, es imposible no estar de acuerdo.
Pero si eso supone identificar el mal con una presunta disposición ontológica de Sánchez a causarlo, hay que advertir que el propio Feijóo se contradice cuando le presenta como un oportunista capaz de haber votado los recortes de Zapatero, haber intentado aliarse con Ciudadanos o haber arreglado el sí es sí de la mano del PP. Y no digamos al pronosticar certeramente que "cuando le interese será más neoliberal que ninguno".
"Sólo el día que Sánchez consiga algo parecido a una mayoría absoluta tendrá sentido hablar del 'sanchismo' como una apisonadora equivalente a la de González"
Puede parecer una distinción sutil, pero la brocha gorda se exhibe ya en suficientes escaparates mediáticos. La clave es que para que sea pertinente añadir el sufijo 'ismo' a un apócope nominal, debe tratarse de un régimen personal de poder, cercano al menos a la omnipotencia y prolongado en el tiempo.
Por eso sigue obsesionándonos el franquismo y adquirió tanta relevancia el felipismo. Y no cuajaron en cambio, por distintas razones, ni el suarismo, ni el aznarismo, ni el zapaterismo, ni el marianismo.
Cuando la otra noche Lucía Méndez me atribuyó en 24 horas la paternidad del felipismo como concepto, aclaré que el primero en acuñarlo fue Marcelino Camacho, aunque en efecto yo lo desarrollé, ya en 1985, en un largo artículo titulado Franquismo sociológico en la España felipista.
Como bien sabe mi buena amiga, a partir de ahí algunos periodistas -primero en Diario 16 y después en El Mundo- nos limitamos a poner e iluminar el espejo que fue reflejando ante la sociedad los actos terribles del protagonista. Y es de justicia subrayar que Sánchez no ha montado ninguna trama de asesinatos y secuestros, no ha favorecido la corrupción de sus colaboradores y tampoco ha logrado copar aun el control de todas las instituciones del Estado o de la gran mayoría de los gobiernos autonómicos. De hecho, ni siquiera ha logrado controlar el Gobierno que preside.
Es verdad que, aunque sigan existiendo focos de resistencia en Castilla-La Mancha o Aragón -atención al "yo no soy sanchista" de hoy de Lambán-, Sánchez sí ha conseguido el control casi absoluto del partido. Y yo mismo hablé del "pedrismo", como nueva forma de culto a la personalidad del jefe, tras la purga de Carmen Calvo y Ábalos. Pero sólo el día que consiga algo parecido a una mayoría absoluta en el Congreso y el Senado tendrá sentido hablar del "sanchismo" como una apisonadora equivalente a la que manejó González.
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No estoy diciendo que Feijóo estuviera demasiado duro en un debate que terminó siendo del género donde las dan las toman, ni menos aún que deba practicar una oposición más obsecuente. Mi argumento es que su gran oportunidad reside en denunciar los desmanes causados por el gobierno de Sánchez no como fruto del abuso de su fuerza, sino como expresión de su resignada debilidad.
De hecho, el momento en que Feijóo percutió de verdad en el talón de Aquiles de su adversario fue cuando levantó acta de que "usted va a ser el primer presidente de la democracia que no se presenta a unas elecciones generales para ganar".
Le faltó añadir que esta va a ser la quinta vez que Sánchez concurre como candidato a la Moncloa, pero la primera que lo hace no como líder de un proyecto autónomo, sino como cabeza de una coalición que él tilda de progresista. En las cuatro anteriores ocasiones la presunción era que el PSOE trataría de formar gobierno en solitario o que buscaría apoyos entre fuerzas moderadas porque el pacto con Podemos "no dejaría dormir" al presidente.
"Sánchez debería pedir al electorado una mayoría suficiente para desembarazarse de esos inquilinos de renta antigua que tan caros le cuestan"
Es verdad que el resultado de las elecciones de noviembre del 19 y la abrupta reacción del PP de Casado y Egea, pidiendo de entrada su dimisión, no le dejaron otra opción que desmentirse a sí mismo y aliarse con extremistas de toda laya. Pero lo ocurrido en esta legislatura no tendría por qué convertirle en rehén de cara a la siguiente. Más bien debería llevarle a pedir al electorado una mayoría suficiente para desembarazarse de esos inquilinos de renta antigua que tan caros le cuestan por sus apolilladas propuestas.
Pero la prueba de que, como dijo Feijóo, el presidente va a ofrecernos "más de lo mismo" e incluso habrá que medir su promesa de no gobernar nunca con Bildu por el rasero de la credibilidad de su anterior insomnio, es que, en efecto, está aupando "una marca blanca" -la de Yolanda Díaz- que inevitablemente morderá en el electorado del PSOE.
Es como si desde el PP se estuviera animando a Inés Arrimadas o a Santiago Abascal a perseverar en sus proyectos o incluso a Jaime Mayor Oreja y María San Gil a crear un nuevo partido, dándoles por garantizada una cuota de poder en caso de victoria mancomunada, en lugar de tratar de recuperar a los votantes que se fueron a Vox, Ciudadanos o la abstención.
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El "usted ya ha aceptado la derrota" dirigido al líder del PSOE es mucho más potente y veraz que el "hay que derogar el sanchismo" dirigido al presidente del Gobierno.
El drama de Sánchez y su verdadera única fuente de riesgo es que no va a comparecer a las elecciones generales tan sólo como "sanchista", sino también como "yolandista", "pablista-belarrista", "aidista", "rufianista" u "otegista".
Cuesta entender por qué el líder del PSOE ha reenganchado de entrada a esos "aliados indeseables" -así los define hoy Lambán- en su proyecto, sin dejar el menor margen a la esperanza de que pueda desembarazarse de ellos y volver a aplicar su propio programa socialdemócrata.
"Feijóo podría lanzar el órdago de un compromiso que facilite la investidura del cabeza de lista más votado, marginando así a los tres populismos"
Ese es el resquicio por el que puede colarse Feijóo y neutralizar las abrumadoras ventajas de un candidato que controla el poder ejecutivo. Para ello es esencial que el líder de la oposición sea capaz de convencer al electorado de centro de que él no incurrirá en el mismo pecado con Vox.
La campaña en ciernes va a ser una gran oportunidad para definirse retóricamente, pero el primer momento de la verdad llegará el 28 por la noche. Si Feijóo consigue vetar todo acuerdo que implique la entrada de Vox en gobiernos autonómicos o de grandes municipios -como me consta que le gustaría-, adquirirá una posición de superioridad sobre Sánchez de cara a las elecciones de diciembre difícilmente reversible.
[Feijóo hará del pacto para que gobierne la lista más votada su gran apuesta para descartar a Vox]
Después de predicar con el ejemplo, Feijóo podría lanzar el órdago de un compromiso que facilite la investidura del cabeza de lista más votado, marginando así a los tres populismos -la extrema izquierda, la extrema derecha y el separatismo- mediante la benevolencia del otro gran partido que resulte derrotado.
Espero no ser considerado un chiflado si en próximos artículos insisto en reintroducir en nuestra vida pública este concepto que tanto contribuyó a la estabilidad y al desarrollo democrático en momentos críticos de nuestra historia parlamentaria. Porque no estoy hablando sólo de cuestiones morales. España necesita de nuevo benevolencia política. O, mejor aun, la política de la benevolencia.