Hace medio siglo las únicas votaciones que los españoles podíamos seguir con fruición eran las del Festival de Eurovisión y las de las elecciones norteamericanas.

Ahora, en plena democracia, el abanico se ha ampliado mucho —sólo en el primer semestre de este año hemos hecho cuatro viajes a las urnas—, pero Eurovisión sigue dominando el entretenimiento y Estados Unidos la escena internacional. En ambos casos gracias a una notable capacidad de reinvención.

Cuando en 2008 Barack Obama irrumpió en los caucus de Iowa, se impuso contra pronóstico en las primarias a Hillary Clinton y culminó la hazaña arrasando al respetado senador McCain, el historiador Simon Schama escribió que habíamos asistido al "regreso de la democracia americana de entre los muertos".

El nuevo Monte Rushmore.

El nuevo Monte Rushmore. Tomás Serrano

Se refería a la decadencia y al desprestigio internacional de los Estados Unidos tras la invasión de Irak, en pos de inexistentes "armas de destrucción masiva", y la caída de Lehman Brothers, con la crisis de las subprimes cuestionando el propio modelo capitalista.

Dieciséis años después todo parecía abocado a volver a aquella casilla de salida, con el agravante de que la invocación a la ultratumba no era ya tan metafórica. Tanto por la edad como por las actitudes de los contendientes, el que hasta hace un mes parecía inexorable remake del duelo entre Biden y Trump nos abocaba a una patética pugna entre muertos vivientes al ponerse el sol del Imperio.

El "desastre sin paliativos" del achacoso Biden en su debate televisado con Trump —así lo definieron sus propios colaboradores— y el atentado fallido contra el candidato republicano, seguido de su desafiante reacción, parecían dejar el asunto visto para sentencia.

Por increíble que pareciera, el presidente xenófobo y misógino, condenado por sobornar a una actriz porno y como mínimo instigador del asalto al Capitolio y de cuatro años de falsas acusaciones sobre "fraude electoral", estaba a dos pasos de regresar a la Casa Blanca.

Desde la perspectiva de la partitocracia española pocos creían que eso tuviera ya remedio y las primeras voces demócratas pidiendo la renuncia de Biden fueron escuchadas como quien oye llover. Las experiencias de cómo el PSOE o el PP han cerrado siempre filas en torno a sus líderes, por graves que fueran las acusaciones contra ellos o tremendas sus equivocaciones, han terminado atrofiando todo instinto de regeneración democrática incluso en situaciones límite.

"Nada tiene que ver nuestro mecanismo de listas cerradas y bloqueadas con una competición abierta en la que el político debe ganarse a los electores de su circunscripción"

Con lo que no parecíamos contar es con que un sistema electoral distinto produce acontecimientos políticos distintos. Nada tiene que ver nuestro mecanismo de listas cerradas y bloqueadas por el que es el aparato del partido, designado personalmente por el líder, el que decide quién es diputado, alcalde o concejal, con una competición abierta en la que cada senador, gobernador o representante tiene que ganarse a los electores de su circunscripción.

Fue el convencimiento de que Biden les llevaba a todos al matadero político lo que desencadenó la reacción en cadena de los altos cargos y notables del Partido Demócrata y lo que obligó al presidente a tirar la toalla.

Algo sin precedentes por el momento en que se produjo, cuando la mayoría de los delegados de la Convención estaban ya comprometidos a votarle, tras haber ganado de calle las primarias, y gran parte de los donantes habían firmado sus cheques de contribución a la campaña.

Por eso lo que hemos vivido en el último mes es un ejemplo formidable de cómo en una sociedad hipermediática una maquinaria política puede hacer de la necesidad virtud. La única salida para que la renuncia forzada de Biden no desembocara en el caos era desplazar la nominación a su compañera de candidatura.

Sólo Kamala Harris podía garantizar a la vez la continuidad y el cambio y, puesto que no había otra opción, tocaba convertir a una vicepresidenta fallida en una presidenciable deslumbrante. Eso es lo que ha ocurrido esta semana en Chicago.

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¿Cómo posicionarse ahora que los requerimientos de propios y extraños nos obligarán a argumentar qué es lo que conviene que ocurra el martes 5 de noviembre? Difícil disyuntiva en la que el optimismo de la voluntad empuja con fuerza por un camino y el pesimismo de la inteligencia induce con determinación hacia otro…

Mi querencia vital me lleva a asumir una vez más la narrativa del Partido Demócrata que con Roosevelt salvó a Europa de los nazis, con Kennedy transfirió "la antorcha a manos de una nueva generación" que ya era la mía, con Carter superó la infamia de Watergate que me había tocado vivir in situ, con Clinton definió el centrismo que sirvió de impulso a la globalización y con Obama amplió la base de la democracia integrando a millones de abstencionistas.

Puesto que la hija de Tim Waltz se llama "Hope", renovemos la esperanza en que la democracia americana sea capaz de renacer otra vez, cual ave fénix, para vertebrar la defensa de las libertades en cualquier lugar del mundo, ya se trate de Ucrania, Taiwan u Oriente Medio. Usando incluso la "fuerza letal" que el jueves prometió "garantizar" Kamala Harris como "comandante en jefe". 

Como explica Anne Applebaum en su último libro, nunca el desafío "coordinado de las autocracias" ha sido tan global y nunca tan grande la necesidad de unión de los demócratas. Que fuera una mujer de origen afroasiático quien, alcanzando el último reducto que le falta por conquistar al feminismo —la Casa Blanca— pudiera ejercer ese papel, tendría un enorme simbolismo. 

Además, hay aspectos de la personalidad de Kamala Harris que han aflorado estos días que auguran el tipo de liderazgo integrador que puede ayudarnos a resistir la acción concertada de los Xi, Putin, Jamenei, Maduro o Kim. La principal de esas facetas es un sentido de la contención derivado de la variante más serena del carisma.

El autocontrol no se improvisa y menos retrospectivamente. Por eso me ha llamado tanto la atención lo que ocurrió en el debate que mantuvo en 2010 cuando competía por el puesto de fiscal general de California. Si no hubiera ganado esa elección, por apenas 75.000 votos sobre nueve millones emitidos, Kamala Harris no habría llegado nunca a la política nacional.

"La pregunta que queda es si la brillante operación de marketing de Kamala resistirá el escrutinio de las 10 semanas de campaña pendientes"

Su rival, y claro favorito según los sondeos, era el republicano Steve Cooley fiscal jefe de Los Angeles. En un momento del debate, que se emitía en un medio marginal y con poco seguimiento, el moderador le preguntó a Cooley por una de las polémicas del momento: la posibilidad legal de acumular la pensión por el cargo anterior con el sueldo del nuevo.    

—¿Planea usted hacer doblete, cobrando a la vez su pensión y su salario como fiscal general?

—Por supuesto… Me lo he ganado.

Eso significaba que percibiría más de 400.000 dólares en un momento en el que el sueldo medio en California rondaba los 50.000. "Cometí el error de decir la verdad", reconocería Cooley. Pero lo significativo fue la reacción de Harris. En lugar de lanzarse a la yugular de su rival con cualquier mordisco populista, ella guardó silencio para que lo que resonara fuera esa respuesta de su competidor.

Sólo cuando, al cabo de un rato, el moderador le preguntó si tenía algo que añadir, ella contestó con esa sonrisa sardónica que ahora parece irritar tanto a sus adversarios:

—¡A por ello, Steve… te lo has ganado!

Inmediatamente decidió invertir todo el dinero que le quedaba en un anuncio de televisión que recogiera lo que The New York Times ha bautizado como "los 47 segundos que salvaron la carrera de Kamala Harris". Ahora ella promete liderar los Estados Unidos con "realismo", "pragmatismo" y "sentido común".

Es imposible separar la evocación de este y otros episodios similares del entorno de construcción de un nuevo mito, con todo el glamour y el sentido del show-business de una memorable Convención atiborrada de celebridades. 

Si hay que medir la de Chicago por el impulso dado a su candidata en los sondeos —cuatro veces mayor que el que obtuvo Trump el mes pasado— puede decirse, evocando el ya mítico libro de Joe McGuinniss The selling of the President, que "the selling of Kamala" ha sido todo un éxito. La pregunta que queda es si tan brillante operación de marketing resistirá el escrutinio de las diez semanas de campaña pendientes, con el cara a cara con Trump del 10 de septiembre como próximo gran hito.

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Rebajando pues la euforia, todo pesimista inteligente debe recordar las decepciones anteriores que la política norteamericana ha arrojado al rostro de sus aliados como jarros de agua fría. La última, la abrupta y chapucera retirada de Afganistán, abandonando a millones de mujeres a la más triste y ahora muda de las suertes, por parte de una administración de la que Kamala Harris formaba parte.

Tampoco podemos ignorar las advertencias que algunos analistas están haciendo sobre los riesgos del programa económico de la candidata. No está claro que cuando habla de combatir "los aumentos abusivos de los precios alimentarios" esté planteando introducir mecanismos de control de precios. Pero su calculada ambigüedad en esta y otras materias relacionadas con el gasto público —en un país con un 7% de déficit— y su total falta de experiencia en política exterior obliga a reducir las expectativas e incluso a estar preparados para que el "efecto Kamala" termine desembocando en un bluf.

Exactamente este es el momento del proceso lógico en el que toca fijarse sólo en Donald Trump, el hombre iracundo de la era cicládica que, ansioso de venganza, reconoce en público que sus asesores le piden que deje de insultar a los demócratas, pero que no piensa hacerlo. Después de que Biden se haya llevado lo suyo, a Kamala la llama "loca", "lunática" y por supuesto no sólo "comunista" sino también "soviética".

Es muy definitorio de sus actuales pulsiones políticas que haya elegido sustituir al tibio Pence, que como vicepresidente se negó a bloquear la proclamación de Biden, por otro látigo de todo lo que queda a su izquierda como el senador Vance, famoso por catalogar a Kamala como una de esas "señoras sin hijos y con gatos que como sienten que su vida es miserable quieren que la del resto del país también sea miserable". Ya solo faltaba el antivacunas Robert Kennedy Jr., certeramente equiparado con Connor Roy, el hijo tonto de Succession para completar el extravagante elenco.

"El riesgo de que Trump vuelva a la Casa Blanca implica una amenaza de tal calibre que no podemos dejar de anhelar su fracaso"

Más allá de las viejas citas, el riesgo de que Trump vuelva a la Casa Blanca, a lomos de lo que el historiador Sean Wilentz ha definido como el "imperativo autoritario" y llevando consigo a su declarado heredero, implica una amenaza de tal calibre para la democracia norteamericana y por ende para la de sus aliados europeos que no podemos dejar de anhelar su fracaso.

Como dijo Obama, el peligro de que se cumpla el dicho de que las "segundas partes" siempre son peores que las primeras es más que fehaciente en este caso. Sobre todo, porque ya sabemos lo que ocurrió el 6 de enero del 21 y ese es su nuevo punto de partida, después de que Trump se haya apoderado de todos los resortes y manantiales financieros del Partido Republicano.

Las señales de cuál es el propósito del retorno de Trump abundan por doquier: desde el "no tendréis que votar nunca más", dirigido a la asamblea de líderes cristianos, hasta su proyecto de sustituir a los funcionarios de carrera de la administración por afines nombrados a dedo. 

Y no olvidemos que el Tribunal Supremo, con una mayoría muy conservadora, decantada por tres magistrados nombrados por él, decretó el 1 de julio la impunidad de sus actos como presidente. ¿Hasta dónde será capaz de llegar en la persecución de sus oponentes, con esa barra libre, alguien que ha augurado un "baño de sangre" si no se le otorga de nuevo el poder y promete la pena de muerte contra traficantes de drogas o personas?

Por algo se preguntaba no hace mucho The Economist en una de sus impactantes portadas si las instituciones norteamericanas están diseñadas "a prueba de dictaduras". 

En lo que a los europeos nos afecta, las cartas de Trump aparecen claramente sobre la mesa: que cada uno se pague su propia defensa —con Ucrania abandonada en las garras de Putin— y aranceles por doquier. Sólo Orban, Le Pen y Abascal celebrarían su victoria, pues todos ellos comparten el objetivo de incorporarse a la liga de las autocracias, en la que cada déspota impone la sinrazón de la fuerza dentro de su amurallado castillo.

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Quedan diez semanas de incertidumbre. Si estamos a punto de que no nos dejen votar sobre el futuro de Cataluña, pretender hacerlo sobre el de Estados Unidos, que tanto nos afecta, parecería extraído de una serie distópica. Pero eso no impide que seamos conscientes de que, ante la actual encrucijada, cuando según Wilentz "es hora de imaginarse lo peor", los dos únicos caminos democráticamente posibles —el del voluntarismo pro-Kamala y el de la resistencia antitrumpista— nos llevan a la misma Roma.

Y eso sucede porque nunca ha habido un abismo tan enorme que separe dos visiones del futuro de nuestra civilización como el que se ha abierto en esta pugna electoral. Aunque Kamala pareciera menos pragmática, serena y astuta o aunque Trump se comportara más dignamente de lo que lo hace, yo seguiría deseando lo mismo.