El 20 de febrero de 1930, el diestro Ignacio Sánchez Mejías, quizá el mayor intelectual que pisó jamás una plaza de toros, impartió una conferencia sobre tauromaquia en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Sánchez Mejías trató de explicar a un auditorio probablemente hostil la ciencia de un arte:
“Cuando la humanidad esté en un grado tal de civilización que no quede ninguna crueldad por nada ni para nada entonces sería cosa de hablar de las corridas de toros, pero mientras que en este orden de cosas hablen los hombres serenamente, tranquilamente, del número de hombres que cada nación puede matar en un momento determinado, hablar de las corridas de toros no es injusto, ni agresivo, ni imprudente, es pueril, ridículo, extemporáneo”.
A Sánchez Mejías lo mató un toro en la plaza de Manzanares (Ciudad Real) en 1934. De él nos queda la inolvidable elegía de Federico García Lorca. Pero nada más. Sólo Andrés Amorós se ha preocupado, casi en soledad, por rehabilitar la figura de un genio. Gracias a Amorós, la editorial Berenice publicó la novela inédita de Sánchez Mejías La amargura del triunfo. Y en Sobre tauromaquia, la misma editorial recopiló artículos de opinión en prensa y otros textos, como el citado de la conferencia en Columbia, de este brillante intelectual, que también toreaba.
En España, nadie conoce a Ignacio Sánchez Mejías. Y, como mucho, algunos han leído el llanto de Lorca y su “eran las cinco de la tarde”. Ese verso es un lugar común tan recurrente como vacío. En España, pocos sabían quién era Víctor Barrio. Pero todos se atreven a juzgar lo que hacía.
Mi vicedirector, y paisano de Zaragoza, Fernando Baeta dejaba claro su rechazo a los toros en su columna La fiesta nacional. Lo hacía con un respeto escrupuloso por la figura de Barrio, que es de agradecer visto lo visto. Pero en mi opinión, como la mayoría de antitaurinos, comete el error de mezclar argumentos contrapuestos para unirlos en uno solo. Es muy osado comparar a los toros con el circo romano y dar lecciones de superioridad intelectual en un país con 16 ediciones de Gran Hermano, en el que Kiko Matamoros ocupa 40 horas semanales de televisión en horario de máxima audiencia y Belén Esteban vende más libros que nadie.
La muerte de un torero ha permitido a algunos antitaurinos liberar su verdad. Por eso más que nunca, sé que los taurinos tenemos razón. Hace unos días, una persona comparaba la muerte de Barrio con la violencia machista. Una vez leí que, según no sé qué estudio, los hijos de los aficionados a los toros eran más propensos a maltratar mujeres. Esta es la clase de locuras que aguantamos todos los días.
El otro argumento es el del animalismo, traducido habitualmente en calificativos como asesino o torturador. El hombre ha matado animales desde que es hombre, y lo seguirá haciendo. Los animalistas tienen un concepto equivocado del animal. Un buen amigo me contó una vez que un grupo de ecologistas, en la zona de campo en la que vive, se dedicaba ahora a recoger los cadáveres de ovejas y otros animales que mueren por causas naturales porque les parecía “inhumano” dejar los restos a la intemperie. Gracias a esta humana iniciativa, las aves rapaces que llevaban siglos alimentándose de ese ciclo, se habían vuelto agresivas y atacaban a los animales vivos, porque simplemente tenían hambre.
Hay una o casi dos generaciones de aficionados que no habíamos visto morir a un torero en la plaza. La muerte de Víctor Barrio ha hecho más por la unidad de los taurinos que cualquier otra iniciativa bienintencionada. La violencia de los ataques a la memoria de este torero es nuestra gasolina. Salgamos del armario para defender la fiesta. Nosotros somos los buenos.
Es la hora de reivindicar la verdad de la tauromaquia, la solemnidad de sus rituales y la belleza tan pura de su arte. No dejemos que nadie determine qué es y qué no es cultura. Modernicemos la defensa de los toros y de sus gentes. Y nunca más cometamos el error de subestimar a los antitaurinos. Sigamos llenando las plazas y gritemos libertad. Se lo debemos a Barrio y a tantos otros antes que él.