“Al final os habéis tenido que comer vuestras palabras”, me espetó un conocido cuando Ciudadanos anunció que se abstendría en la segunda votación para hacer presidente a Mariano Rajoy. Lo decía con una sonrisa sardónica, como paladeando con gusto una sentencia definitiva, incapaz de entender que cuando vira el rumbo por un ejercicio de responsabilidad, el peso de la hemeroteca es muy liviano.
En política, como en la vida, sólo las personas muy estúpidas se niegan a cambiar de opinión. Y, en este caso, sería imperdonable justificar el enroque con una supuesta gallardía a la hora de defender nuestros planteamientos. En un momento como el que vivimos, un partido responsable sólo puede dejarse guiar por el interés general. Por las urgencias de un país que, con todo derecho, exige a sus políticos altura de miras y sentido de Estado. Generosidad, vamos.
A título personal, reconoceré que no me gusta la idea de que Mariano Rajoy sea presidente del Gobierno. Pero me gusta menos que España lleve meses flotando en un limbo bochornoso. En esta situación no sólo es imposible acometer todas las reformas que el país necesita -y bien claro está que necesita muchas- sino también iniciar el camino de una recuperación económica que no puede consolidarse mientras duren los interrogantes y la incertidumbre de la falta de Ejecutivo.
Me temo que no todo el mundo ve como un drama ser cabeza de cartel de un país en funciones, pero personalmente prefiero comerme cada una de las palabras que he pronunciado en los últimos tiempos a ser responsable de un bloqueo político cuyas víctimas, en cualquier caso, son los ciudadanos españoles. Los casi cuatro millones de parados. La comunidad educativa que reclama un pacto de Estado para competir en Europa. Los investigadores que hacen las maletas. Los autónomos que llevan años reclamando que se piense en ellos. Los pequeños empresarios. Las familias. La gente normal que ha ido a votar dos veces en seis meses y que empieza a sentir, con toda razón, que le están tomando el pelo. Esa gente que tiene motivos para perder la confianza en sus representantes. Esa gente a la que hay que devolver la fe en la política.
Es cierto que todos seríamos culpables si el final de esta historia nos llevase a la vergüenza de unas terceras elecciones. Pero no es menos verdad que unos serían mucho más culpables que otros. Que piensen en eso quienes, a día de hoy, tienen la capacidad de deshacer el nudo.