Toma este artículo su título de una conocida película, la que sobre los últimos días de Adolfo Hitler en el búnker de la cancillería de la Vosstrasse de Berlín rodó el realizador alemán Olivier Hirschbiegel, con un inmenso Bruno Ganz en el papel protagonista. Un retrato inmisericorde de esa soledad que supera a la que, en su visión más tópica y típica, padece el gobernante: la soledad de quien ve cómo el poder que tuvo se le escapa, llevándose consigo el aura con que le revestía y dejándolo desvalido y expuesto ante sí mismo y ante los demás.
Un retrato análogo se encuentra en otro relato audiovisual muy reciente, la serie Narcos, de Chris Brancato, Eric Newman y Carlo Bernard, y en particular en la segunda temporada, cuando el gran capo del cártel de Medellín, Pablo Escobar, que en sus buenos tiempos fuera el amo de la ciudad y del país, va perdiendo a todos sus sicarios y se queda sólo con uno, con el que termina por esconderse en la mísera vivienda donde dan al fin con él quienes lo buscan y no precisamente para juzgarle.
La literatura ofrece otros muchos ejemplos donde alguien que un día gozó de la sumisión ajena descubre de pronto que ya nadie le sigue ni le adula ni le teme, ni realiza para él cualquiera de los actos que sirven para mantener la ilusión de ser alguien y merecer más que otro. Es un momento apocalíptico en el más amplio sentido: un instante de revelación que pone a quien lo vive, y a quien lo presencia, contra las cuerdas de nuestra condición contingente y fugaz, que tantas energías malgastamos en encubrir, cuando deberíamos saber que la verdad termina por alcanzarnos siempre, y duele más a quien más se mintió.
Ese momento, de forma dispar, les ha llegado esta semana a tres personajes que un día lo fueron todo, o casi todo, y que conocieron el dulce halago del servilismo, el deleite de gastar el presupuesto y el honor de ser el centro del cuadro. De esa dádiva de los dioses gozaron, con distinta largueza, Rita Barberá, Manuel Chaves y José Antonio Griñán, y de la soledad amarga de haberla perdido, los tres por el camino de la imputación penal (apenas mitigada por el eufemismo legislado ad hoc para aliviarles el trance), conocen los tres al unísono, gracias al Tribunal Supremo y a la Fiscalía Anticorrupción, que pintan su ejecutoria y los empujan hacia el banquillo a la peor luz posible.
No falta quien les arroje un salvavidas desde la borda, y cuestión al margen, interesante, es anotar quiénes los socorren; un ejercicio que sirve también, sin perjuicio de la presunción de inocencia que a los tres todavía asiste, para levantar el mapa de la tibieza con lo que jamás debió ocurrir ni consentirse. En todo caso, perdieron lo que tenían y su dignidad ante la pérdida es, o empieza a ser, casi toda la tela que les queda por cortar. Alguno (o alguna) no parece aún haberse dado cuenta de ello.