La cosa consistía en coger al individuo -daba igual que fuera hombre, mujer o niño- colocarlo sobre la piedra de las ofrendas, sujetarlo por sus extremidades y perforarle el pecho con un cuchillo para descuajarle el corazón. La víscera era ofrendada al dios y, aún palpitante, se mostraba orgullosamente a la multitud.
Había un mes dedicado al sacrificio de niños. Se les adornaba con pinturas y plumajes de vivos colores y se les llevaba al monte en medio de una siniestra comitiva donde no faltaban la música y los cánticos. Cuanto más lloraban los pequeños, mejor augurio para las cosechas. Al llegar a la cúspide, uno a uno se les arrancaba el corazón. Aunque el ritual no era el mismo en todas partes. También se los estrangulaba o se los mataba a golpes.
Otros pueblos preferían para sus ofrendas a las niñas. Seleccionaban a las más bellas, pues eran lo mejor que podían obsequiar a la divinidad.
Eran frecuentes las escaramuzas en poblados rivales para hacer prisioneros. Si había éxito, se organizaba una gran fiesta. A las víctimas se las ataba a un cadalso y se las torturaba para, finalmente, sacarles las entrañas entre el júbilo general. El cuerpo se descuartizaba y servía de alimento para el banquete. Porque sí, se practicaba el canibalismo.
Era costumbre bastante extendida también decapitar a los cautivos y hervir sus cabezas. En ocasiones se los quemaba vivos o se los desollaba.
Los sacrificios humanos causaban miles de muertes cada año en los pueblos aztecas, incas, mayas... Hasta que llegaron los españoles.
Felicito al Ayuntamiento de Madrid por colgar una bandera en su fachada en el Día de la Fiesta Nacional en recuerdo de la resistencia indígena a la conquista y como denuncia de las barbaridades cometidas por los españoles hace quinientos años. Siempre es bienvenida la memoria histórica.