Por fin una noticia de veras esperanzadora: el acuerdo de tres de los principales grupos del Congreso para sustituir por una ley pactada la LOMCE, fruto de la imposición del gobierno de turno y enésima muestra de la irresponsabilidad con que en España se ha legislado sobre educación; ese asunto de todos en el que por añadidura se ventila el futuro común y que hasta aquí sólo se ha abordado con el propósito más o menos manifiesto de satisfacer a los correligionarios y nula visión estratégica.
Y es que el propio planteamiento unilateral constituye por sí mismo, en este terreno, una estrategia abocada al fracaso. La educación es empeño de largo alcance y lento despliegue: no hay medida educativa de verdadero calado que no precise al menos de un par de décadas para producir cumplidamente sus efectos, y aspirar a mantener una hegemonía parlamentaria por tanto tiempo en un sistema democrático resulta tan ilusorio como creer que una ley aprobada contra el sentir de un amplio sector de la sociedad encontrará una aplicación satisfactoria.
Por eso hay que saludar el hecho de que el actual titular del ramo acuerde con dos importantes fuerzas de la oposición salir de la deprimente dinámica de reformas y contrarreformas para intentar transitar un camino nuevo, con una ley de bases en la que se plasmen principios y reglas consensuados entre todos. La propia fórmula de la ley de bases, que permite establecer un marco general duradero y susceptible de modulación y concreción en el tiempo, tanto para adaptarse a los desafíos cambiantes como para que cada gobierno pueda adoptar en cada caso las medidas que considere necesarias, es ya un avance frente a la tradición anterior: leyes prolijas que trataban de impedir al rival político cualquier licencia respecto del modelo y las soluciones que propugnaba el partido que imponía la ley en cuestión, salvo que se lograse reunir la mayoría suficiente para derogarla.
Es un primer efecto positivo de la insuficiencia aritmética que condiciona esta legislatura, y es de agradecer que ocurra en una materia crucial y que los grupos políticos, incluido el que sustenta al gobierno, se apresten a buscar una solución en lugar de arrastrar los pies. Cierto es que la amenaza de una derogación humillante estimula al ejecutivo a ser algo más diligente y dialogante de lo que quizá lo sería por sí mismo, pero importa el resultado. Por primera vez, tras el fiasco de la negociación entre los dos principales partidos en época del ministro Gabilondo, aquel decepcionante y oscuro episodio por el que alguien carga con graves responsabilidades históricas (nunca antes se estuvo tan cerca del pacto), parecen darse las condiciones para que el resultado esté razonablemente a la altura del desafío.
Sin embargo, y puestos a ser ambiciosos, a este pacto, si es que al final se consigue, le faltará algo si no cuenta con quienes hoy representan a más de cinco millones de ciudadanos, y también si ignora la diversidad de la realidad española. Lo que exige flexibilidad y responsabilidad por parte de todos. Y que, esta vez, nadie se baje del tren sin tener una muy buena explicación.