En 2010, ante los rumores que circulaban sobre la deteriorada salud de Margaret Thatcher -a la sazón una anciana de 85 años con avanzada demencia senil, y retirada desde hacía dos décadas de la política-, dos británicos montaron la página “Is Thatcher Dead Yet?” (“¿ha muerto ya Thatcher?”). En dicha página solo aparecía un “Not yet” (“aún no”) sobre un fondo blanco.
Tres años después, cuando se confirmó el fallecimiento de la antigua primera ministra, en la página apareció un “YES. How are you celebrating?” (“SÍ. ¿Cómo lo estás celebrando?”) que recibió 230.000 me gusta en Facebook. Acompañaban al texto una playlist y una relación de fiestas celebratorias, porque, efectivamente, mucha gente estaba dando su particular “¡viva la muerte!” en varias ciudades del Reino Unido. No se trataba solamente de ciudadanos anónimos: el líder del mayor sindicato británico, Len McCluskey, declaró que “a lo mejor hay millones que se alegran de su muerte”. Y la intención de varios equipos de fútbol de hacer un minuto de silencio antes de los partidos de aquel fin de semana tuvo que ser abandonada ante la reacción furibunda de muchos aficionados.
Cito este caso porque la muerte de Rita Barberá y las reacciones a la misma han venido acompañadas de mucha retórica acerca del milenario cainismo español, del estado de la cultura política y el periodismo de este país. El en España somos muy de. A mí, la verdad, me parece que todo lo que ha sucedido es profundamente normal, no en la acepción de disculpable sino en la de esperable o previsible.
No es solo que lo sucedido tras la muerte de Thatcher nos muestre que el odio y la humillación gratuitos a un difunto suceden incluso en las democracias más avanzadas y que mejor guardan las formas. Es que la muerte, por su propia naturaleza, siempre ha desbordado al ser humano; y si bien su carácter de límite y de misterio tiende a infundirnos respeto (de ahí rituales como los minutos de silencio), también es habitual que nos neguemos a aceptar su trascendencia sobre la vida e incluso que encontremos mil y una formas de escupir sobre la tumba del fallecido. España no tiene el patrimonio de la demagogia, los seres humanos somos una crueldad en potencia, y hay malas personas en todas partes.
Yendo a lo concreto, era esperable que quienes homenajeaban a Hugo Chávez y felicitaban a Fidel Castro por su cumpleaños se negasen a respetar la memoria de una icónica exalcaldesa de derechas, ofreciendo su propia versión del Kurtz de El corazón de las tinieblas (“¡el odio, el odio!”). Era esperable también que un partido que solo ha luchado contra la corrupción de forma cosmética y a regañadientes haya intentado matar dos pájaros de un tiro, purgando su sentido de culpabilidad mediante una ofensiva contra quienes le obligaron a renegar de la fallecida. Y, como no todo en el ser humano es crueldad y cinismo, también era esperable que se produjera una reacción indignada contra el desprecio de Unidos Podemos, y que los medios se resistiesen a aceptar responsabilidades por imponer penas de telediario, cuando estas se han mostrado (no solo aquí sino en todas las democracias avanzadas) como la única forma de mantener a raya los excesos de la clase política. Tanto en lo malo como en lo bueno, España resulta bastante normal.