La primera vez que estuve en La Habana di un paseo por la ciudad acompañada de un guía local. Pasamos junto a un desierto parque infantil salpicado de columpios desvencijados y toboganes roñosos que invitaban a coger el tétanos. Justo al lado, separado por una valla de colores, había un pequeño jardín con un castillo hinchable en el que saltaban una docena de niños.
Mi guía me explicó que en aquel recinto de juegos sólo podían entrar los hijos de los funcionarios o niños provistos de un dólar, cantidad astronómica para cualquier familia cubana. Por eso no había nadie en el parque de los columpios viejos: los niños querían entrar en el otro, en el nuevo, en el bonito, y sus padres no se lo podían permitir, así que preferían no ponerles la miel tan cerca de los labios. Fue mi primer baño de realidad con el supuesto igualitarismo cubano, que sólo existe en la leyenda y en la cabeza de los falsarios o los insensatos.
En mis varios viajes a la isla vi muchas más cosas que me recordaron que nada es más desigual que la fiebre comunista. Conocí a altos funcionarios que vivían en mansiones coloniales en los alrededores de La Habana bajo la sombra protectora de las ceibas, y a pequeños empleados que subsistían con sueldos ridículos y defendían el régimen con mucha menos convicción que pánico.
Vi casas de seis pisos sin ascensor y una zona de chalets que hubiese podido estar en las afueras de Madrid. Me presentaron a un estudiante que había viajado tres veces a Europa y a una maestra de pueblo que me contó que daba clase a niños que se desmayaban de hambre porque en sus casas no había para desayunar todos los días.
Recuerdo a un hombre bajándose de un soberbio coche oficial, y a otro que tenía que caminar todos los días los seis kilómetros que separaban su casa de Centro Habana de la tienda en la que trabajaba en la Habana Vieja.
Me hablaron de una mujer a la que habían operado de un tumor complicadísimo, y regalé una caja de paracetamol a otra que vivía atormentada por migrañas constantes contra las que luchaba con las dos aspirinas al mes que le daba el Estado.
Cuba es un paraíso para quienes no la conocen o para aquellos que intentan ignorar cínicamente que existen las mismas desigualdades que en el resto del mundo. Dicen que ahora el país tiene una oportunidad. Me gustaría creerlo mientras pienso en aquel parque infantil viejo y oxidado y en los niños afortunados que jugaban en el jardín de pago. Ni el capitalismo más salvaje consentiría algo así.