Cuando le sorprendió la muerte de Fidel Castro andaba la nueva política en España manifestándose contra la pobreza energética, la violencia machista, que algunos colegios impartan clases en barracones, los desmedidos honores fúnebres a una política fallecida, la falta de regeneración democrática y otros intolerables incumplimientos de nuestra frustrante democracia liberal. Murió el comandante y mandó parar y todos estos absolutos de la dignidad humana fueron relativizados.
La pobreza en Cuba no precisa de adjetivos, el machismo lo impregna todo, al barracón lo llaman aula, la regeneración democrática es imposible porque lo que no se ha producido es generación democrática y los cubanos sufrirán nueve días de luto tras seis décadas de delirante culto a la personalidad. Pero la figura de Fidel, nos dicen, requiere de un análisis complejo, destacando las luces y las sombras, cargado de matices, en escala de grises, con atención a los detalles; que las simplificaciones ya nos las reservamos para desacreditar a las insoportables democracias occidentales en las que anhelan vivir los cubanos.
No nos apresuremos a condenar la revolución sólo porque no haya traído ni pan ni libertad. Hay otras abstracciones que, aunque no sacien ni el hambre ni el ansia de liberación de los cubanos, excitan una barbaridad al libérrimo y bien alimentado comunista español. Hablamos de eso que llaman la dignidad insurrecta o la irreverencia antiimperialista, fórmulas pomposas y muy poco nutritivas que lo que esconden es una feroz, cerril y longeva resistencia al avance de la prosperidad.
Cuba es como un niño con problemas de aprendizaje, así lo conciben nuestros castristas, y ahí quizá resida el triunfo definitivo del capitalismo: en que hasta los comunistas han asumido que no hay nada que esperar, y por tanto nada que exigir, de un régimen como el de Castro.
Hay un Bustinduy en la tele, dícese que de Podemos, que explica la miseria de Cuba porque hubo “once presidentes norteamericanos [¿presidentes de la nación norteamericana?] consecutivos [es un dato importante porque diez de los once consecutivos sólo conocieron a un dictador en Cuba: Fidel Castro] dedicados única y exclusivamente [única y exclusivamente: ni Eisenhower, ni Kennedy, ni Johnson, ni Nixon, ni Ford, ¡ni Carter!, ni Reagan, ni Bush padre, ni Clinton, ni Bush hijo, ni Obama se dedicaron a otra cosa que a lo siguiente] a intentar boicotear, hundir y hacer caer un sistema político en una isla vecina”.
En una cosa tiene razón este tal Bustinduy, Estados Unidos no dejó de utilizar tácticas sucias contra el régimen cubano, con lo aseada que era la geopolítica de los soviéticos, pero esto no sirve por sí solo para explicar el dramático fracaso del modelo castrista. Ni siquiera sirve para explicar lo fundamental, que es que el sentido del tráfico marítimo de exiliados en el Estrecho de Florida es unidireccional.
Hubo malas artes, sí, pero a la postre las armas más efectivas contra el comunismo caribeño fueron los supermercados de Miami. Ya es curioso que exista tal unanimidad respecto de las ventajas del infierno capitalista sobre el cielo comunista y cabe atribuirla a la obscena exhibición de alimentos y productos de las rebosantes estanterías estadounidenses, a la oportunista prosperidad combinada con -o más bien propiciada por- un sistema de libertades y garantías sonrojante para el vecino insurgente.
Lo que nuestros castristas le reprochan a los pérfidos yanquis no es otra cosa que su éxito. Fíjense si son malvados estos imperialistas, que son capaces de alimentar a su pueblo, e incluso dotarle de libertades civiles, con tal de provocar el éxodo del paraíso cubano.