Horas después de que la Unesco declarase la fiesta de las Fallas "Patrimonio de la Humanidad", cientos de valencianos se han echado a la calle para levantar una al tombe, esto es, con cuerdas y a pulso; a la vieja usanza. La han plantado en el mismo lugar en el que Rita Barberá se convirtió en carne de meme por culpa del "caloret".
Hay quien se ha asomado a Twitter para proclamar que este reconocimiento internacional es una victoria póstuma de la alcaldesa perpetua, como la del Cid en Valencia, ya cadáver, a lomos de Babieca. Rita no tiene necesidad de medallas. Y a mí este galardón me deja frío.
Busco entre las tradiciones que acaban de ser distinguidas por la Unesco y encuentro los cantos cosacos de la región de Dnipropetrovsk, en Ucrania; la danza y música con lira arqueda del pueblo mado, de Uganda; y la tradición cultural cervecera de Bélgica. Y sospecho que con la Unesco y las Fallas ocurre lo que con el Nobel y Bob Dylan: son esos casos en los que los premiados honran a las instituciones, y no al revés.
Yo, valenciano en Madrid, he olvidado ya cuáles fueron mis últimas Fallas, ligadas a mi infancia y a mi juventud. Ocurre como con las Nocheviejas, que cuando acumulas muchas, unas se confunden con las otras. Y diré que la comparación es metafísicamente oportuna porque para un valenciano la bienvenida al nuevo año no llega con las doce campanadas, sino con el anuncio de la primavera que gritan los petardos.
Entiendo la alegría de mis paisanos, por más que considere innecesaria esta distinción de la Unesco. Cada valenciano puede contar un millón de historias ligadas a las Fallas. Yo siempre estaré en deuda con ellas. Bajo sus luces se conocieron mis padres.