Rezar no es pedir algo a Dios, rezar es buscar una orientación. Esto lo escribió San Agustín, que antes que doctor de la Iglesia fue un pagano disoluto por el que su madre rezaba y lloraba desconsolada. Tanto lloró Santa Mónica que el sabio de Hipona diría años más tarde de sí mismo que él era “hijo de las lágrimas” de su madre.
Esta imagen es del martes 29 de noviembre. Una multitud reza y llora en el Arena Caná porque el avión al que subieron los chicos es una clara de huevo salpimentada de zapatos perdidos entre el fuselaje. Han muerto 71 personas y otras seis vivirán en adelante la incredulidad de su supervivencia.
Miles de aficionados, muchas mujeres como Santa Mónica, rezan y lloran. Sus lágrimas empañan un estadio amputado de gloria. Las plegarias se pierden en el laberinto de su aflicción porque los accidentes aéreos en los que desaparecen equipos de fútbol -o de hockey, o de rugby- son cosas que suceden a los otros, que sólo suceden en el cine. Que se estrelle un avión no es una anomalía cotidiana como el cáncer o como los muertos en carretera de los telediarios.
Una conjunción trágica acabó con el Chapecoense. Era un equipo muy modesto. Era su primera final intercontinental. Era un milagro haberse clasificado. En realidad, el equipo subió a aquel avión el 3 de noviembre en Almagro, Argentina. Los muchachos disputaban la semifinal de la Copa Sudamericana con el San Lorenzo, el equipo del Papa Francisco, y Ananias hizo un disparo certero con la izquierda. Ese gol, que permitió a los brasileños empatar en campo contrario, los subió a aquel avión.
Hay un fatalismo de relojería en la desaparición del Chapecoense. También hay un cuento inverso de Benedetti. El escritor uruguayo, que fue portero como Camus, exploró la soledad del arquero en El Césped diez años antes del suicidio del guardameta alemán Robert Enke. En el relato de Benedetti, a Martín lo hunde el tanto de su amigo Benja. En la tragedia del Chapecoense, un golazo inesperado embarcó a todos aquellos chicos hacia la muerte.