No es el fin del mundo, aviso. Pero todos hemos sido solteros y todos hemos estado resfriados. Ser y estar, confusión voluntaria. Así que, dicho esto, el drama es común.
La mañana en la que te levantas con la nariz de berenjena y el pecho cargado a lo Shrek desearías volver a la cama infantil y decir: ¡mamaaa, mamaaaá! Pero mamá no está. Ni papá. Ni la abuela. Ni la tía Josefa. Eres la perra Laika, perdido en el espacio de tu habitación. Qué tiempos aquellos en los que tu madre se sentaba en el borde de tu cama para ponerte la mano en la frente, abrigarte el cuello y dejar un zumo recién exprimido en la mesita de noche. ¡Más todavía! El termómetro a tiempo, los cuentos de Enid Blyton al alcance, el agua en un vaso, un efervescente removido, el vicksvaporub, la tele bajita, la pregunta constante: “¿cómo estás? ¿mejor? ¿bien?”. Cada recuerdo de aquella realidad te hunde más en el colchón sudado y habitado de virus que te traga como arenas movedizas de un pasado que no volverá.
Ahora… Ahora suena la cisterna del vecino. La cisterna, su ducha y tu tos. El sol entra por la ventana y molesta como un rayo láser. Se te secan los labios. No hay vaso de agua en la mesita. No hay naranjas. No hay leche caliente. Ni fría. Estás hecho un trapo en la cama, abrigado y escondido del espacio exterior. Te da miedo sacar la pierna. Los párpados pesan. Houdini lo tenía más fácil que tú para escapar, piensas. El edredón es un nuevo planeta que gira alrededor de tu cabeza, hinchada y milimétricamente afectada. El vacío, la soledad y la -ligera- tristeza.
Pero estás solo, eres mayor y quejarse es de cobardes. Es solo un resfriado, aunque siempre parezca el primero y el último. Decides ir al baño, probar con una ducha, peregrinar hasta la cocina, abrir la pesada nevera, comer algo de ayer, abrir cajones en busca de ibuprofenos, paracetamoles, flumiles, gelocatiles, ¡lo que sea! ¡Algo! Pero todo movimiento de la Laika que te ha poseído parece sacado de una excursión boyscout en zona rocosa. Torpe. Débil. Solitario. La fiebre, dices por dentro. Y como un duende sientes una mano invisible en tu frente. El gesto. La caricia. El mimo. La atención. El arrumaco. El beso.
Nadie ha podido reproducir en un laboratorio las manos de una madre posadas en la frente febril, las caricias en los mofletes acalorados, el cuento leído para distraer las horas, el arropo cariñoso de manta y embozo, el olor a caldo casero con fideos de cabello de ángel, el celo en la mirada cuando los calcetines no cubrían nuestros pies… Lo dice mi doctora Remei, que añade sabiamente mientras me coge la mano: “No tengo receta para nada de eso, ni farmacia que la dispense”.