En una escena de la película Lion, Saroo Brierley –o Dev Patel, el actor que lo encarna-, confiesa que se da asco, y se acusa de mantener su existencia privilegiada y cómoda en Australia mientras otros llevan una vida extremadamente penosa; como, por ejemplo, su familia biológica.
Recientemente, un periodista que conoce muy bien la realidad asiática me contó que en Calcuta, el lugar donde Brierley se perdió cuando tenía cinco años, miles de personas nacen, viven y mueren en la calle. Nunca, por tanto, llegan a tener un hogar o una familia; o un cumpleaños con tarta, o una ducha caliente. Su paso por el planeta se limita a vagabundear, procurándose la supervivencia del día, por las sucias calles de una de las ciudades más pobres y tenebrosas del mundo.
Cada año, más de 80.000 niños se pierden en la India. Cada año, miles de personas emigran de sus ciudades en busca de su lugar en el mundo o de, al menos, uno en el que puedan vivir, huyendo de la miseria que causan las guerras o de las guerras mismas.
Como ocurre en Siria. Se cumplen estos días seis larguísimos años de un atroz conflicto armado que ha arruinado a esta nación, matando a cerca de medio millón de personas, según estima el Syrian Center for Policy Research. Es fácil intuir el estrago que la guerra ha causado al advertir que la esperanza de vida en este país se ha reducido de 70 a 55 años en el último lustro y medio. Además, por supuesto, varios millones de nacionales sirios se han visto forzados a desplazarse internamente, o fuera del país, por la beligerancia extrema de esta feroz contienda.
Sorprendentemente, las cosas aún pueden ir a peor -aunque no resulte fácil-, dada la nueva estrategia norteamericana, según la cual lo procedente es “empezar a ganar guerras de nuevo”, como ha afirmado recientemente el presidente Donald Trump. Quizá con ese objetivo Estados Unidos haya aumentado sustancialmente, y sin pedir permiso a Damasco, su despliegue militar en Siria en los últimos días.
La realidad es que a Trump se le puede acusar de muchas cosas, pero no de esconder sus intenciones. Sin embargo, con creciente hipocresía, quienes vivimos en el mundo privilegiado seguimos impidiendo, activa o pasivamente, que otros menos afortunados alcancen nuestros favorecidos oasis. Europa, en otro tiempo una tierra de acogida, eleva sus alambradas y espesa sus muros. Por eso no es extraño leer que un solo grupo religioso, la comunidad católica de San Egidio, haya acogido hasta finales de febrero a más refugiados que 15 países de la Unión Europea.
El compromiso adquirido por la UE fue de amparar y distribuir entre sus fronteras a 160.000 asilados; a España debía llegar un total de 17.337, pero apenas hemos alcanzado el 6% de esa cantidad.
Los miles de desaparecidos en los Estrechos, víctimas de sus destinos imposibles; los que no logran escapar a las mafias que trafican con personas; los que tampoco consiguen que Occidente, burlón y obeso, les ofrezca un rinconcito de su felicidad gratuita, no son otra cosa que héroes que osan rebelarse ante el futuro que se les impone. Acaban rendidos ante la suerte adversa impuesta por los dioses, cierto, pero no sin haber luchado y entregado antes hasta la última de sus fuerzas. Como hizo Saroo quien, una vez hubo comprendido que su vida privilegiada podía compartirse, no paró hasta encontrar a su familia biológica en India. Dar con ella era imposible, pero eso él no lo sabía.