La infanta doña Margarita, la que en Las Ventas decían los castizos que era la primera en mirarle los cataplines al toro, con esa maledicencia campechana de los reventas y los del siete. Alfonso XIII con su baraka, por encima de flores y de bombas, con estación de penitencia en Villa Rosa, esquina al Callejón del Gato. Aquellas tardes de Don Juan en Estoril, plácidas y nostálgicas, con telegramas cruzados y el sentimiento trágico de la usurpación.
Y luego el romance olímpico, ay, el romance olímpico en aquella Barcelona que pusimos entre todos cara al mar, y que hoy es el epicentro de la infamia y la cacerola. Qué romance aquel, con todos tan atletas, tan regatistas. Sería más o menos cuando dejó el Emérito de parecerse a las monedas; en la época del Cobi y del Curro; las dos Españas, de Felipe y Maragall. Y luego la boda en Sevilla de Elena, con los miarmas repicando como si fuese Domingo de Ramos y saliese la Borriquita por la Puerta de los Palos a la sombra del Giraldillo. La cosa salió rana, pero acabó al tiempo con Froilán el otro día a la puerta de una discoteca, en plan matoncillo. O con Froilán de maletilla en las plazas de España, que la cabra tira al monte, y la sangre azul tira al coso como las moscas a la sangre del toro. Luego la rampa de los juzgados de Palma, con su seguridad y la cana de Urdangarín en el flequillo, que yo no sé como no son ya patrimonio real, del HOLA y de la Humanidad. De nosotros mismos: como los Alcántara.
Ya este periódico contó en enero que Marta Gayá fue el verdadero amor del Emérito; que quizá entre Medina y La Meca, entre Cartagena de Indias y Madrid, a quien llevase en la cartera Juan Carlos fuese a Gayá, como en el retratito de la canción. Por encima de helicópteros y rubias, estaba Marta Gayá, como escribió el miércoles aquí Juan Luis Galiacho en un texto que es Historia. Historia de nosotros mismos. Juan Carlos cincuentón, de buen ver según hemerotecas.
A uno le piden una opinión, una columna, un parecer. Aunque en el zurrón de este cronista siempre quedará cuando desde Palacio recomendaron que dejásemos el escarnio a Juancar: cuando el pueblo aplaudidor, el que besaba, se volvió un abucheo clamoroso o una mala gripe regia que acabó a medias.
La semana que viene hará tres años de la muerte de Suárez y de mi imaginaria en la puerta de la Clínica Cemtro. La Historia se me escribe entre Las Ventas y Vistalegre.
España y Real Decreto. Farsa y licencia.