En la tierra de Josep Pla se ha montado la de Dios es Cristo porque en un stand que las Fuerzas Armadas han dispuesto en la Feria los militares van ataviados con su uniforme. Quién sabe, quizás deberían haberse presentado disfrazados de payasos y repartiendo globos y caramelos. Así están los tiempos.
El Ejército se había cuidado de decorar su puesto con cartelería amable, evocando a propósito sus misiones humanitarias y evitando imágenes de combate y armamento. Ante todo querían tener la fiesta en paz. No ha sido suficiente. Varios grupos y partidos políticos han protestado ante lo que consideran "apología de la violencia".
El episodio podríamos enmarcarlo en la tradición instaurada por Ada Colau en Barcelona de echar con cajas destempladas a los militares de los espacios públicos. Salta a la vista que se está produciendo un cambio de valores en España que los sociólogos deberán analizar con perspectiva.
Sin embargo, hay algo que chirría. Es cierto que en cualquier movimiento y revolución subyacen contradicciones, pero es difícil asimilar, por ejemplo, que Iglesias se esconda un día entero para no tener que opinar sobre el autogolpe de Venezuela y que uno de sus muchachos, Espinar, tenga que salir a justificar de inmediato por qué ha cometido el horrendo crimen de comprar dos coca-colas.
Y es que ese cambio social que se adivina demuestra una alta sensibilidad para algunas cosas y tolerancia extrema para otras. Un ejemplo: no se puede hacer broma con que la tuitera Cassandra luzca bigote -como bien acaba de comprobar en las redes Rafael Latorre-, pero que ella le desee la muerte a otros y humille a personas que han enterrado a sus familiares con un tiro en la nuca requiere de toda nuestra comprensión.
Sartori, que acaba de dejarnos con noventa y tantos, imaginó un futuro poco halagüeño, en el que las personas, tan hinchadas de imágenes -clichés- como vacías de pensamiento, serían mucho más frívolas y manipulables. De haber escrito hoy en Girona aún podría haber sido más preciso.