Hace muchos años me contaron una historia preciosa: un pariente lejano, cuya madre casi analfabeta vivía con él y su familia, regresó a casa una noche después de una cena y se encontró a su madre despierta. Como la mujer solía acostarse muy pronto, le extrañó verla levantada a medianoche. “Ay, hijo, es que me he quedado viendo una misa preciosa que daban por la tele”.
Ya que no era probable que se retransmitiese una misa a aquellas horas intempestivas, el hombre investigó un poco más, y se dio cuenta de que lo que había hecho trasnochar a su madre era una emisión del Réquiem de Mozart a cargo la orquesta y coros de RTVE. La madre de mi pariente, una mujer sin estudios, que apenas sabía leer y escribir, había pasado una hora y media escuchando a Mozart: tenía sensibilidad para amar la música, pero no lo sabía porque nunca había ido a un concierto.
El mundo está lleno de personas así. De gente capaz de disfrutar de las cosas bellas y que ignora esa capacidad porque sus circunstancias vitales no le han permitido desarrollarla. Recordé aquella historia leyendo el texto que publicó el sábado Daniel Basteiro sobre la transmisión de Madama Butterfly que, desde el Teatro Real, se ofreció a miles de vecinos en doscientos municipios de toda España. La respuesta fue extraordinaria.
En Madrid, dos mil personas se acomodaron en la Plaza de Oriente para ver la representación. En la pequeña localidad alicantina de Orihuela, trescientos vecinos compartieron la tragedia de Cio Cio San y el desalmado Pinkerton sentados en sillas de plástico. En Sevilla, en Oviedo, en las Palmas de Gran Canaria, en Palencia, en Avilés, en Bilbao sonó al mismo tiempo Un bel di vedremo, y murió Butterfly de amor y de pena.
Me pregunto cuántas personas descubrieron este viernes que pueden conmoverse con una voz y una orquesta. Que les emociona la ópera, que aman la música. Cuántas, tras escuchar Madama Butterfly, habrán buscado otras obras de Puccini, cuántas se interesarán a partir de este momento por las composiciones clásicas.
El Teatro Real parece haber encontrado la mejor forma de celebrar su segundo centenario: llenando de música los espacios públicos y descubriendo a mucha gente las múltiples formas de la belleza, los rincones escondidos de la sensibilidad humana que pone en guardia el milagro de la música. No se me ocurre una forma más perfecta de comprometerse con la sociedad y la cultura. Ojalá cunda el ejemplo.