Le leí hace un par de años a Jorge Lozano, cocinero del Tapas 2.0 y el Tapas 3.0 de Salamanca, que en la cocina hay que jugar “al límite del desastre”. “Si la croqueta se rompe y se destroza, es perfecta” dijo. Es una idea interesante que sirve, por cierto, para todo tipo de actividad artística o creativa, incluida la escritura.
Piensen en sus obras maestras preferidas del cine, la literatura, la pintura o la música. Es muy probable que muchas de ellas se balanceen sobre la fina línea que separa la elegancia de lo rancio, lo excéntrico de lo hortera, la belleza de la cursilería y la transgresión de la provocación barata. Bien mirado, Oscar Wilde era un misántropo repelente; Sandro Botticelli, la cima del amaneramiento esteticista; Elvis, un paleto con magnetismo; y Stanley Kubrick, un perfeccionista rebuscado siempre al borde de la neurosis. Pero también eran genios. Todo lo que caiga en el lado seguro de la raya podrá en definitiva ser admirado masivamente por la plebe, siempre tan reacia a sacar las narices del confortable útero de lo vulgar, pero difícilmente será una obra maestra.
Pero Jorge Lozano no está en esta columna por su frase. Está aquí por este hilo de Twitter. En él, Lozano explica cómo se puso en contacto con él hace unos días la supuesta representante de una youtuber/instagramer/influencer y de cómo esta le chantajeó con un descaro rayano en lo estratosférico. “Dale de cenar gratis a mi representada y a su fotógrafa y págale cien euros (más IVA) cuando se vaya. A cambio, ella colgará una foto de tu restaurante en su Instagram. Ten en cuenta que tiene ciento cincuenta mil seguidores y que todo lo que hagas por ella te favorecerá en última instancia a ti”.
Lo interesante de todo esto es que Lozano, que es un cocinero con veinte años de experiencia y a cargo de dos restaurantes de éxito, no se atrevió a dar el nombre de la “influencer” en Twitter por miedo a las represalias de esta. Porque Lozano sabe muy bien que una don nadie a la que no se le conoce un solo palo al agua y cuyo mayor mérito en esta vida es darle al botón de los selfies puede, efectivamente, hundir un negocio en el que trabajan docenas de personas con una sola frase malintencionada. Para esto han quedado las redes sociales: para arma de vagos y buenos para nada.
La diferencia, en definitiva, entre la “representante” de la “influencer” (me juego las narices a que se trata de la propia “influencer” haciéndose pasar por su “representante”) que chantajea con desparpajo a propietarios de restaurantes y el gorrilla sevillano que exige su impuesto revolucionario a cambio de no rayarte el coche es inexistente. En el lenguaje de la mafia, a ese tipo de chantaje se le llama “impuesto de protección”. Yo, desde luego, preferiría que me atracaran directamente y ahorrarme el teatrillo de mi matón.
La cosa adquiere cotas de recochineo cuando repasas los perfiles de esos instagramers, influencers y youtubers y confirmas que ni uno solo de ellos ha contribuido en nada a la sociedad a la que con tanto entusiasmo chantajean. Que los productos que “promocionan” y “visibilizan” son los platos cocinados por otros, la ropa diseñada por otros, los libros escritos por otros. Y que una inmensa mayoría de sus seguidores son precisamente aquellos que jamás pagarán por comer en esos restaurantes, comprarán esa ropa o pagarán por esos libros. El mundillo de esa gente no deja de ser un microclima de miserables, rácanos y jetas con pretensiones de publicista. Ya ven, ahora que nos habíamos librado de la idiotez esa del “periodismo ciudadano” nos ha caído en suerte lo del “marketing ciudadano”.
Me pregunto si no va siendo hora de que los verdaderos creativos empiecen a cobrarle a esos especuladores llamados instagramers, youtubers e influencers por hacer uso de sus productos para su promoción personal. “¿Tu representada quiere venir a mi restaurante y colgar fotos de mis platos en su Instagram? Perfecto. Sólo le cobraré el coste de la cena más quinientos euros por cada foto de mi local y de mis platos que cuelgue en sus redes sociales. Mas el 25% de los ingresos generados por sus redes sociales durante el mes siguiente a la publicación de esas fotos”.
Quizá va siendo hora, en definitiva, de que la vieja y verdadera clase trabajadora empiece a chantajear a la no tan nueva clase parasitaria.