Dice el pianista James Rhodes en su monumental Fugas que, tras visitar un poblado de Düsseldorf lleno de expatriados sin recursos, se dio cuenta otra vez de “la puta suerte de mis problemas de lujo”.
En realidad, las dificultades -fundamentalmente emocionales- de este gran concertista británico podrían considerarse como mínimo severas, ya que arrastra las consecuencias de haber sido violado durante años por su profesor de gimnasia cuando era un niño.
De semejante atrocidad no se recupera uno fácilmente. Probablemente, no se recupera uno nunca. Pero es cierto que, en relación a los problemas de quienes no saben cuándo tendrán su próxima comida, o dónde dormirán esta noche, las dificultades de Rhodes se podrían considerar, de algún modo, más livianas. Uno de los grandes males de las sociedades avanzadas y de los ciudadanos aburguesados que vivimos en ellas son, precisamente, los conflictos que inventamos a partir de numerosas nimiedades. Perdemos un avión; nos echan del trabajo; nos insulta alguien por la calle: todas estas contrariedades podrían considerarse “lujosas”, si las comparamos con los problemas de verdad que tiene buena parte de la población del planeta.
Pero muchas veces no acertamos a verlo así. Hasta que llega alguien como Jennifer Brea o como Marieke Vervoort, y logran que recalcules tu situación hasta el extremo de cuestionarte por qué no eres absolutamente feliz cada minuto.
La norteamericana estudiaba un doctorado en Harvard cuando, un mal día hace seis años, se sintió febril y cansada; muy cansada. Tanto, que tuvo que acostarse en su cama. Después de ese episodio, durante años, solo en ocasiones pudo salir de ella. Confinada a su habitación, sufría dolor y era incapaz de llevar una vida mínimamente convencional. A menudo era casi incapaz de juntar las ganas y las fuerzas suficientes para seguir viviendo.
Esta joven neoyorquina padece el Síndrome de Fatiga Crónica, y explica en su excelente documental Unrest el infierno que ha atravesado desde 2012. En esta película, premiada en el Festival de Sundace del pasado año, incluye numerosos encuentros virtuales con personas de todo el mundo que sufren la misma enfermedad.
La belga es tan valiente como Brea y, además, tiene medallas paraolímpicas. Cuatro, para ser exactos. Una de ellas, de oro. Pero Vervoort tiene también una enfermedad degenerativa que la sentó en una silla de ruedas a los 20 años. Eso no detuvo su ambición por vivir a la máxima velocidad posible. Y eso fue lo que hizo. Ahora la enfermedad parece esprintar en estos últimos tiempos, y está arrebatándole la ilusión por seguir viva.
La atleta ahora está pendiente, principalmente, de elegir la fecha en la que le practicarán la eutanasia. Ella querría llegar al próximo 27 de febrero, día del cumpleaños de su madre. Pero, dice, “es imposible vivir en estas condiciones”. La deportista de Diest, que se despidió del olimpismo con una medalla de plata en Río, mira al final de sus días tras haber vivido solo 38 años.
Sin embargo, Vervoort afirma que es muy feliz. No por morirse, por supuesto, sino por lo que ha sido capaz de vivir durante su intensa trayectoria personal y profesional. Brea no lo dice pero, a juzgar por la sonrisa que esboza con frecuencia, también debe de ser notablemente feliz. Más ahora que, gracias a diversos tratamientos, logra alejarse a menudo de su cama.
Ninguna de ella tiene, desde luego, problemas de lujo, como califica Rhodes a los suyos, o como son la mayoría de los nuestros. Los de estas dos bravas mujeres son reales, y la manera en la que los afrontan, un ejemplo.
Por eso también, por respeto a los minutos, horas y días extremadamente difíciles de cada una de ellas, y de quienes sufren discapacidades tan crueles, deberíamos aprovechar cada instante de nuestras felices existencias. Con frecuencia, sin embargo, es tanta la comodidad y tan ligero el esfuerzo para lograrla, que no lo apreciamos.