Un grupo de hombres jóvenes desciende de sus vehículos, cerca de Níjar, después de cerrar el paso al coche que venían siguiendo. Van de paisano; confirman sus sospechas: el pequeño yace muerto en el maletero. Los jóvenes son guardias civiles que, como siempre, se han entregado a fondo. Por eso pueden abrazarse y llorar sin disimulo, con naturalidad telúrica. Lloran como valientes que han hecho cuanto estaba en sus manos, y algo más. Lloran y, mientras lloran, su hombría se agranda y el paisaje se conmueve. Sienten, como todos los hombres buenos de esta España salvaje, que Gabriel tiene algo de hijo suyo, o de hermano pequeño. Del mismo modo que millones de mujeres han notado un desgarro repentino en sus entrañas. Es porque era un niño, sí, pero, como sucede algunas veces, lo tuvimos por el niño de todos.
Y también por el niño que fuimos. La simpatía y la inocencia arrolladoras en la foto más célebre de Pescaíto, el flequillo asimétrico de algunas tijeras inexpertas, la frente más despejada del mundo, donde todo es futuro, los ojos almendrados de la ilusión, los mofletes que tantas señoras habrán querido acariciar. La pureza. El ángel. Labios infantiles que mantendrán ya la sonrisa inalterable. Incisivos superiores bien destacados para ultimar el retrato de la gracia. Gabriel o la alegría.
Hay en los hombres jóvenes que lloran, en los hombres más duros y abnegados, en los valientes y generosos funcionarios que lo arriesgan todo por el bien de la comunidad, hay en esos guardias civiles de paisano un silencio solemne, marmóreo, ceremonial. Es, claro, el grito que no sale ni saldrá. El grito de nuestro pesar y de nuestro horror, insignificante frente al dolor de una madre verdadera. Seguro que el grito saldrá de esa única garganta con derecho a emitirlo, un grito largo que le dirá al destino que no existe, y que si existe carece de sentido.
Porque uno solo, frente a Dios o frente al tiempo que nos devorará, es menos que una mota de polvo. De ahí la importancia de los grandes grupos humanos, los que según Harari solo han sido posibles gracias a nuestra capacidad para elaborar ficciones. Hay que acudir a Sapiens para colocar en su respetable lugar la ficción según Harari: naciones, religiones... No importa. Gabriel no ha desatado esta oleada de plural aflicción por ningún mecanismo de ficción. Es su rostro: estamos programados para cuidar de los seres así. También los jóvenes guardias civiles. Doblemente en su caso.