El procés está resultando tan largo (¡tan agotadoramente largo!) que da tiempo para pensar en todo. Y para sentirlo todo, casi de todas la maneras. Mi ánimo es hoy menos pugnaz que melancólico. Una melancolía no exenta de ternura. Ahora veo a los independentistas como unos inútiles entrañables. El último ha sido el primero, Carles Puigdemont, al que han detenido en Alemania. En una gasolinera: nivel Vaquilla.
Han querido empezar la casa por el tejado: pretendían independizarse de España cuando su chapucismo español les incapacitaba para ello. Todo estaba atado y bien atado en estos tipos: por ser españoles (por ser, de hecho, los últimos españoles de los que pueblan la Historia de España) no podían culminar con éxito su empresa. En ningún momento han parecido revolucionarios franceses, sino personajes de Las autonosuyas de Vizcaíno Casas o, mejor, del dibujante Ibáñez: Pep Gotera y Otili (chapuzas a domicili).
Reírse de ellos es ya como reírse del tonto del pueblo. Acabo de hacerlo y me siento fatal (un poco). Las risas se me quitaron con el tuit de aquella madre independentista en la última cacerolada al Rey. El tuit, que fue en catalán –quizá el más escalofriante de todo el procés–, lo doy en la traducción de Cristian Campos: “Mi hijo se ha puesto a llorar durante la cacerolada porque se pensaba que nos podrían meter en la prisión por hacerla. Qué mierda de país nos está quedando cuando un niño de siete años tiene miedo de que encierren a sus padres por aporrear una cacerola”.
Es deprimente. Por lo que tiene de sintomático acerca de lo que se cuece en esas cabecitas... Están destruyendo a sus hijos y no lo saben. Insisto (esto es lo sustancial): no lo saben. ¡En qué situación tan embarazosa se han metido y nos han metido! ¡Y de un modo tan absolutamente innecesario! ¡Qué desolador cuando tantos se van por el desagüe así! ¿Qué vamos a hacer con ellos?
Lo peor es el insulto que se deduce del comportamiento de los independentistas en estos meses; el insulto hacia nosotros, el resto de los españoles (incluidos los catalanes no independentistas). El desprecio con el que han tratado al Estado español y la impunidad con la que se creían estar actuando son el reflejo de lo muy superiores que se sentían; es decir, de lo muy inferiores que nos veían. No nos tenían ningún respeto. A algunos nos ha costado creerlo, pero lo de la xenofobia y el supremacismo era verdad. Lo repugnante de sus lágrimas de ahora es que son sinceras.