Si han leído el reportaje que publicó Octavio Toledo en El País, habrán visto en él una
ventana abierta a la miseria moral. Hablaba de ancianos abandonados en un hospital de la isla de la Palma. Octogenarios a los que sus familias no recogen cuando reciben el alta. Viejos molestos, viejos inservibles, viejos que estorban en las casas, que incordian a los hijos, viejos que no tienen sitio y a los que los suyos deciden colocar en un hospital porque dejar al yayo donde va a tener cama limpia, comida caliente y la tensión vigilada es una forma estupenda de lavarse la conciencia.
La edad es una maldición de la que no podemos librarnos. Antes la gente tenía la delicadeza de palmar a los sesenta y tantos, como mucho, pero la sociedad avanza y la medicina también, y en muchas casas hay algún viejo o alguna vieja que se niega a morirse, el muy desconsiderado, y condiciona los planes, turba la vida diaria, descoloca el veraneo y hasta los fines de semana. Hace años una amiga enfermera que trabaja en un hospital me contó que los jueves de julio y agosto se multiplicaba el paso por urgencias de ancianos acompañados de sus hijos: “No sé qué le pasa, le duele la cabeza / tiene diarrea / lleva tres días sin comer / se desorienta. Yo creo que lo mejor es que lo ingresen”. Y lo ingresaban, aunque el supuesto paciente estaba como una rosa, y los suyos no volvían a por allí hasta el lunes. Hubo uno al que se llamó para informarle del alta de su madre y contestó que iba a tardar un poco en ir a por ella, porque estaba la familia entera pasando unos días en Ibiza.
Por desgracia, la historia que cuenta El País no es ninguna rareza: aunque nos parezca monstruoso, existen personas para las que sus ancianos son objetos de los que puede desentenderse. Es cierto que hay situaciones terribles: una demencia senil, la necesidad de cuidados médicos constantes que no puede asumir una familia trabajadora, el alzheimer, lo que sea. La sociedad ha inventado parches para eso, y existen lo que antes llamábamos asilo y ahora, piadosamente, residencia para mayores. Pero algunos evitan pasar por el incordio de formalizar la renuncia al padre o a la madre, admitir que no pueden o que no quieren cuidarlo, o simplemente son tan sinvergüenzas que pretenden disfrutar de las prebendas de un nonagenario (la casa en propiedad, la pensión) y lo sueltan en el hospital público porque no se atreven a dejarlo en una gasolinera, como harían con el perro . Claro que al perro igual ya no lo dejan porque se les puede caer el pelo si los pillan.
Hay quien recorre veinte kilómetros para tirar el microondas en el punto limpio porque no es cívico dejarlo en la basura, pero lleva al padre a urgencias y se va quince días de vacaciones. Esa gente habita entre nosotros, y no hemos inventado la forma de ponerla en su sitio.