Lloyd Mirel, cónsul general del Reino Unido en Barcelona, se ha cubierto de gloria con unas declaraciones en el Diario de Mallorca en las que hablaba sobre el balconing, esa práctica de algunos británicos que consiste en lanzarse desde el balcón del hotel a la piscina con, lógicamente, fatales consecuencias. Dicha conducta se da, mayormente, en las Islas Baleares. El porqué de la territorialidad es tan incomprensible como el acto en sí.

Pero el señor cónsul se ha esforzado en buscarle una explicación a esta absurdez, ignorante de que, en muchos casos, la razón de las cosas se debe, simplemente, a un alto grado de estupidez.

Dice que la culpa es del alcohol barato que vendemos en España, que en Gran Bretaña un gin tónic sabe a tónic y aquí a gin, y que en Punta Ballena (Magaluf) se encuentran con trece cajeros en cuatrocientos metros, así que  “está diseñado para sacarle el dinero a la gente”.

Oye, toda la razón, en UK hay solo un cajero en cada ciudad, por eso aquí se vuelven loquis perdidos y, cual niño desquiciado en Disneylandia, se lían a sacar pasta como si no hubiera un mañana. Todo muy normal. Si lo que hay es una sucursal bancaria, la liamos parda: “Señor banquero, deme tres mil pounds rait nao, que estos fucking españoles me van a emborrachar sin yo pretenderlo. Que yo lo que quiero es un agua con gas y no sé muy bien cómo, pero me huelo que hoy acabo en coma etílico con posterior precipitación”.

Sigue relatándonos el buen cónsul que lo de este año han sido caídas accidentales, porque el balconing se acabó, que diría María Jiménez.

Ah, vale.

Entonces, lo del individuo que el pasado agosto asomó el buyate con la intención de defecar por el balcón de su hotel, para luego pegarse semejante hostión desde el mismo, ¿cómo se llama? Quizás asistimos a la acuñación de un nuevo términoCagoning, por ejemplo.

La perla máxima que ha soltado nuestro Lloyd es que “los británicos no suelen vivir en pisos con balcón y quizá no estén acostumbrados”.

Hostias.

Cómo alguien que es capaz de hacer tal afirmación ha llegado a ser cónsul, es uno de los grandes misterios de la historia, así de primeras. De segundas, preguntarnos qué pasaría si plantamos en la terraza a una tribu africana, o a un grupo de esquimales. Me apuesto con Mirel un fish and chips a que no se lanzan desde un quinto piso, de la misma manera que yo no metí la cabeza en la Thermomix cuando la saqué de la caja.

Y es que, señor cónsul, su sarta de tontadas me recuerda a esos padres que siempre culpan a los hijos de los demás, incapaces de reconocer que los suyos les han salido rana, ciegos ante un comportamiento que se da también en su propio territorio, sin la participación de los ibéricos maliciosos. Y si no se lo cree, dé un paseo por Concert Square, en Liverpool, y alégrese la vista con los tequilas a una libra y los liverpulianos a cuatro patas en cualquier mes del año.

Me asalta también el recuerdo de la señora inglesa que se quejó, en Benidorm, de que había demasiados españoles y de que eran  muy groseros. Nada que ver con la elegancia que demuestran sus paisanos día sí, día también. Quizás la mujer, aparte de balcones, no había visto un Spaniard jamás y, claro, la cosa se le hizo bola.

A mí, que llevo la mitad de mi vida en las Pitiusas, no me sorprendió en absoluto lo del brexit. No hay más que ver la cantidad de súbditos de Isabel II que, a pesar de llevar décadas viviendo aquí, no hablan una puñetera palabra de español, para entender que lo de mezclarse no es lo suyo.

Es lo que tiene el imperialismo: por mucho que te muevas, no viajas.