Es fácil olvidarse de ello, entre el ruido diario de nuestra vida nacional y la impresión que transmite de empantanamiento burocrático; pero el brexit sigue adelante, arrojando lecciones sobre el tiempo que nos ha tocado vivir y dejando señales inquietantes de hacia dónde nos encaminamos.
Tomemos lo sucedido el jueves de la semana pasada. En una cumbre en Salzburgo, y mientras Pedro Sánchez se preparaba para responder a las preguntas sobre su tesis, los líderes de las instituciones europeas y de sus Estados miembro rechazaron la propuesta de Theresa May para un nuevo acuerdo entre Reino Unido y la Unión Europea. Esto no debería haber supuesto sorpresa alguna. Desde el mismo momento –hace ya dos meses– en que la primera ministra británica divulgó su propuesta, los líderes europeos habían dejado claro qué aspectos de la misma no podrían aceptar. Como lleva haciendo desde el comienzo de este proceso, el gobierno británico exige cosas que la UE no puede conceder.
Sin embargo, la reacción en Reino Unido, y sobre todo en los medios más partidarios del brexit, ha sido furibunda. Los titulares han descrito la cumbre de Salzburgo como un "desaire intencionado" de parte de una "vengativa" Unión Europea, que solo busca "humillar" a los británicos. El estridente The Sun (el diario de mayor circulación de Reino Unido) llevó en portada un montaje de Macron y Tusk como mafiosos de los años 20, y su editorial cargó contra las "sucias ratas de la UE". Incluso en el respetable The Times, el columnista Iain Martin clamó contra la presunta arrogancia de unos dirigentes europeos desconectados de la realidad, incapaces de comprender el malestar popular que expresan los anhelos británicos. Según el columnista, la actitud de la UE es la mejor prueba de que Reino Unido hace bien en marcharse.
Ante este panorama mediático, no sorprende que la principal reacción de Theresa May haya sido exigir a los (ex) socios europeos que traten al Reino Unido "con respeto". Tampoco le servirá de mucho: hace tiempo que el ala más antieuropea de su partido le echa en cara su presunta blandura en la negociación con la Unión Europea, el no haber logrado doblegar la resistencia de los 27 ex aliados. Al parecer esto es una empresa fácil; solo hace falta ser lo suficientemente patriota.
El episodio es inquietante para cualquiera que todavía tenga algo de fe en el principio de realidad, y en el efecto que puede ejercer sobre los procesos populistas y rupturistas de los últimos años. La reacción británica muestra que cualquier choque de estos procesos con la realidad puede ser filtrado a través del prisma del nosotros contra ellos, y de la imposición autoritaria contra la voluntad del pueblo.
No importa que en el propio Reino Unido ya sean mayoría quienes creen que optar por el brexit fue una decisión equivocada, ni tampoco que algunos investigadores hayan señalado que la postura de las instituciones comunitarias concuerda con lo que piensan los votantes de los Estados miembro. La cosa es contraponer un pueblo –o, mejor aún, un mandato popular- a una élite funcionarial sin pueblo alguno que la apoye, y que se niega contra toda razón a ser lo suficientemente flexible (quizá incluso a hacer política). Si esto se puede proyectar sobre una comunidad nacional, la mezcla será lo suficientemente potente como para acallar a los escépticos.
Así, cualquier acontecimiento que debería haber cuestionado los prejuicios iniciales termina confirmándolos, y la huida hacia delante continúa. Una lección que debería tener en cuenta cualquier aprendiz de brujo; lástima que estos suelan andar metidos en su propia fuga.